El que no ha sido convaleciente no sabe lo que es bueno, como el que no tiene callos no conoce las delicias de sacarse las botas. Yo no he tenido nunca callos ni botas, pero sé lo que digo por el testimonio de personas fidedignas y experimentadas.
La convalecencia es una nueva vida que se comienza siendo grande. Una nace de la edad que tiene al salir de su enfermedad.
¡Cómo se aspira la vida, cómo se siente uno vivir! Para el convaleciente la vida tiene sabor, perfume, música y calor; la vida es sólida; puede uno tocarla, sentirla, alimentarse con ella y absorberla en todo momento.
La luz es más luz, el aire más puro, más fresco, más joven; la naturaleza es nueva, risueña, alegre, coqueta, sabrosa, encantadora.
Los órganos que asimilan el alimento con incomparable rapidez, se apoderan de todo con la energía del hambre y la ambición de las necesidades imperiosas de la vida.
¡Convalecer es una suprema delicia!
Parece que la debilidad nos vuelve a la infancia y nuestros sentidos gozan con todo, hallando a cada cosa la novedad y el atractivo que los niños le encuentran.
Ninguna mala pasión, ninguna de esas ideas insanas, que son el sustento de la sociedad, germina en la cabeza de un convaleciente; ¡él no quiere sino vivir, comer y descansar!
Se levanta tan pronto como puede para tomar el día por la punta, vive con gusto su vida durante unas cuantas horas y se acuesta después para dormir con un sueño profundo, robusto, intenso, dormido de una pieza.
Y luego las gentes son buenas, compasivas; las caras amables; hay sonrisas en todas las bocas para el convaleciente que se deja adular, regalar, felicitar y cuidar, sin inquietarse siquiera con la sospecha de que sus contemporáneos no esperan sino que se ponga fuerte para volver a agarrarlo por su cuenta y morderlo, despedazarlo y combatirlo, como se usa entre hombres que se quieren y que por eso viven en sociedad.
En fin, yo estaba convaleciente, pálido, flaco, sin fuerza.
¡Qué traza la que tenía! Me parecía que yo era mi propio abuelo; un abuelito chico, disminuido, como si me hubiera secado y acortado; era mi antepasado en pequeño, un antiguo concentrado que no había comido nada durante muchas generaciones; mi apetito era del tiempo de Sesostris y yo había estado en Jerusalén; la conciencia de mi persona se confundía con las más remotas tradiciones y no podía entender cómo pudo llegar hasta mí la noticia de mi existencia, siendo como era una momia mayor que sí misma y contemporánea de los mastodontes.
La enfermedad había retirado en mi memoria las épocas, y yo tenía por sensaciones todas esas paradojas disparatadas.
Conforme iba ganando en fuerza, los días eran más plácidos. Durante algunas horas me sentaba a recibir el sol que entraba en la pieza, y mi silla lo seguía en sus cambios de dirección hasta la tarde.
Nunca he visto sol más amable, más abrigado ni más cariñoso.
Verdad es que mi dicha se aumentaba con las delicias de una excepción legítima: no iba a la escuela y mis hermanos iban. No ir yo era por sí solo una bienaventuranza; que otros fueran era el colmo de la dicha. ¡Tan cierto es que nada abriga tanto como saber que otros tienen frío!
Eduardo Wilde
“Letras” pág. 169-171
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