Una manchita apenas sobre la piel del brazo… Un lunar color cobre que se agranda día a día, con lentitud implacable, como la angustia amarga que muerde el corazón de Obdulio Vargas.
Una vez hace años leyó que... ¡No!... Cierra los ojos y los puños, aprieta los dientes y con el esfuerzo físico pretende alejar el pensamiento que aparece clavarse en el aire para volver, al rato, a clavarse como una flecha en su cerebro.
La página de la novela aquella se reproduce nítidamente en su imaginación y un fragmento escapa del recuerdo revivificado por la ansiedad: “Luis contempló en su brazo, a la altura del codo, una pequeña mancha cobriza. La punzó con un alfiler y no se extrañó al no sentir dolor. Él sabía que era indolora y él también sabía que esa mancha, no mayor que una moneda, era el comienzo de algo muy terrible que se llamaba: Lepra...”
Obdulio arroja sobre el lecho e, impotente para luchar contra la idea que lo obsesiona, desahoga su dolor mordiendo la almohada. Gruesas lágrimas corren por sus mejillas y un gemido sordo escapa de su garganta.
De vez en vez un temblor convulsivo recorre sus miembros.
En un ímpetu de rabia se recoge la manga y clavando la mirada en la mácula fatídica, impreca a Dios.
-¿Por qué, Señor?... ¿Por qué?... Si aún tengo toda la vida por delante… ¿Acaso no he sido bueno? ¿Acaso no he sido justo?... ¿Y, ahora? Yo que amaba la vida con todas las bellezas que tú has creado: las flores… los niños… las mujeres… tendré que alejarme de ellas porque estoy maldito… ¡Soy joven!... ¡Soy joven!... -clama- y tú me arrebatas el espíritu de la juventud con esta maldición.
Por su memoria pasa la visión de la isla Cerrito, sobre el río Paraná, donde se aloja a los enfermos, en una soledad de cielo y agua, y la voz se estrangula en la garganta.
De pronto reacciona. Una esperanza dispara sus baterías contra el muro de su miedo.
–¿Y si estoy equivocado?
Se yergue. Alza la frente y busca nuevos argumentos.
-¡Claro! ¿Por qué no habrías de equivocarme? ¿Quién soy yo para diagnosticar?... ¡eh! ¿Quién?
Entusiasmado se plantea cuestiones que él mismo responde.
-Un don Nadie, un profano en medicina, uno que en la escuela siempre sacó medianas notas en Anatomía…
Cada vez más animado prosigue el soliloquio.
-Ahora mismo iré a un especialista y él me dirá que eso no es nada o que es una simple erupción... o un eccema... o ¡qué sé yo!...
Ríe y se viste apresuradamente. Uno vez listo busca en un diario la nómina de profesionales y se pierde en un laberinto de nombres desconocidos.
– “Doctor J. Fernando, especialista en enfermedades de la piel” -lee- ¿Será bueno?... A ver este otro: “Dr. Rotman…” ¡No!... éste debe ser ruso… ¡Y qué importa, si es bueno!... ¡Cómo para andar ahora con los prejuicios raciales!
Y se pierde en una larga serie de disquisiciones mentales hasta que de pronto vuelve a la realidad. A la realidad de la mancha sobre el brazo que puede ser una erupción cualquiera, un eczema, o…
-Bueno -dice para ahuyentar la obsesión-. Iré a ver al doctor Fernando.
Apunta la dirección en una tarjeta y sale con paso apresurado. El tránsito y las escenas callejeras no consiguen disipar su preocupación.
-Una erupción… un eczema o…
Lentamente su voluntad flaquea, su paso se hace más lento y al llegar frente a un escaparate se detiene.
El temor a la verdad lo invade. En cruel vivir así con esa incertidumbre, pero más doloroso debe ser saber… Saber definitivamente y cruelmente, sin el consuelo de una esperanza.
Una señora con un niño se detiene a su lado.
-¡Mamá…! Compráme el oso… -pide la criatura.
-Pero Carlitos, si ya tienes muchos juguetes…
-¡Pero no tengo osos! ¡Yo quiero el oso!
-¡Oh, señor!... Estos chicos… estos chicos… -dice la mujer dirigiéndose a Obdulio-. Nunca están contentos con lo que tienen.
Él la mira sonriendo forzadamente y asiente.
-Así es, señora… así es…
Entonces se da cuenta que ha estado detenido frente a una exposición de juguetes.
El hilo de su paso sigue enhebrando cuadras hasta que llegar a una puerta que ostenta una chapa de bronce con el nombre del médico. Va a tocar el timbre y se arrepiente. Sigue andando y se queda en la esquina. Al rato vuelve y, tras un minuto de indecisión, quema sus naves. El portero lo introduce en la sala de espera.
Otras personas están en ella. La mayoría, bajo el peso de su íntima preocupación, permanece silenciosa. Reconcentrados. Habla con su vecina, una anciana que permanece con los ojos clavados en la puerta por donde ha de aparecer el médico. Se dirige a ella, pero, en realidad, habla para todos. En alta voz y con grandes ademanes.
-…entonces le dije al doctor: “Ya hace tres meses que sigo el tratamiento y no noto mejoría”. Y él me dijo: “Señora, tenga paciencia, debe continuar un largo tiempo…”
La anciana, sin prestarle mayor atención, asiente con la cabeza y ella continua:
-¡Ah!, pero yo no estoy para que me roben la plata… Lo dejé y me vine a ver a éste que dicen es muy buen médico…
-Lo es, en realidad… -interviene otra señora…
-Yo también lo creo, pero mi caso es difícil… Hace años tengo un eczema crónico en los…
Se da cuenta de que hay hombres y se corrige:
-… en el pecho.
-¡Número cinco!... –dice la enfermera.
La señora parlanchina se levanta, se arregla el zorro y entra orgullosamente en el consultorio.
Los demás quedan silenciosos. Más silenciosos aún que antes si es posible.
Obdulio sale del consultorio como entontecido. A través de los vagos términos con que el médico quiso disimular la gravedad de su mal, adivinó la palabra temida. Tiene la misma sensación de náuseas que lo invadió una vez, cuando pequeño, al pegar un mordisco a una manzana y encontrar que su interior estaba podrido y que, en medio de ella, se agitaba un horrible gusano. El gusano esta vez se llama ¡Lepra!
Ya en la calle le asaltan deseos de arrojarse bajo las ruedas de un vehículo. Se detiene en una esquina indeciso y descentrado. El mundo ha cambiado para él.
Cerca para el río Paraná, a su frente en las costas verdeantes del Chaco, distingue, no lejos, el campanario del convento de la Merced, pero ni el río, no la costa, ni la torre pertenecen ya a su mundo. Su mundo está lejos, en esa isla donde habitan los hombres de rostro aleonado, de miembros deformes, de carnes que se agrietan...
Hasta ayer era apreciado por sus amigos por su espíritu jovial, hasta ayer tenía una novia que lo adoraba… ¿Y ahora?
-¿Qué dirían sus amigos cuando lo supieran?... Y ella… ¿qué diría ella?
No se resigna y dice:
-¡Pero no!... ese médico debe estar equivocado… No es el primer caso… Iré a otro.
Penetra en un café, consulta el diario y va a ver a un nuevo galeno. El resultado es el mismo.
Dista mucho de darse por vencido y exclama:
-Iré a ver al doctor Rotman… Estos judíos, cuando salen buenos… son buenos. Iré a verlo.
Va, pero ya sin esperanzas. Como el jugador que arriesga su capital a una sola carta, decide confiar su destino a esa última prueba.
-Bien… -murmura fatalista al salir-. Estaba escrito…
En la ciudad tumultuosa, ajena a su dolor, es como una hoja seca que los vientos arrastran.
-¡Hola, Obdulio, qué tal!
Un amigo le palmea la espalda afectuosamente y lo invita a un café.
Obdulio acepta complacido. Tiene miedo de su soledad de condenado. Se reanima y habla de mil cosas indiferentes. Bromea y ríe sonoramente.
-Tú siempre optimista -le dice el amigo- ¡Dichoso de ti que no sientes penas!
Obdulio lo mira y calla. Interiormente piensa en la cara que pondría el otro si supiera que está hablando con un leproso, que termina de palmear a un leproso y el pensamiento, doloroso y cruel, le arranca, sin embargo, una risa sonora que no alcanza a reprimir.
-¿De qué te ríes? -inquiere el otro extrañado-. ¿Algún chiste?
-Sí, un chiste que terminaban de contarme cuando me encontraste…
-Repítelo, no seas egoísta…
-No lo recuerdo bien y, además, no lo sabría decir con gracia, pero, en cambio, te contaré el del loro y un náufrago.
Pasan las horas y el amigo propone retirarse, pero Obdulio, temeroso de sus pensamientos, lo acompaña hasta la puerta de su casa y luego va a visitar a su novia.
Es temprano todavía, pero comprende que debe hacer algo para olvidar, para no quedar a solas con su terrible secreto y con esa obsesionante idea que le indica un camino que su juventud se resiste a emprender.
Sube a un ómnibus atestado de pasajeros y se sitúa en medio del pasillo junto a un gigantón que apoya contra él todo el peso de su cuerpo.
-¡Si éstos supieran que soy un leproso! -piensa, e imagina el desbande que se produciría y la cara que pondría el gordo que lo roza.
Su novia, que no lo espera a esa hora, experimenta una agradable sorpresa. En la salita donde transcurren los coloquios Obdulio siente que una gran tristeza lo domina y queda inexplicablemente silencioso.
Ella, feliz, hable y proyecta, pero al cabo de un rato dice, entre mimosa y enfadada.
-Aún no me has pedido un beso y eso que mamá está en la cocina…
Galantemente él se defiende.
-Es que cuando más los espero, más dulces me parecen…
Ríe ella y después le ofrece los labios húmedos e incitantes. Y él la besa una, dos y más veces, ciegamente, como si quisiera en un momento cobrarse el placer que sabe se le va de entre las manos.
-¡Señor! -dice al fin la muchacha-. ¡Y yo que hoy te creía indiferente!...
Obdulio mira los ojos grises de la joven, la cabellera sedosa y perfumada, y las blancas manecitas que se abandonan entre las suyas y, sin querer, piensa:
-¡Qué linda que es!... Pobre, no sabe que está junto a un leproso…
Y la vuelve a besar frenéticamente, como queriendo olvidar con cada beso el martirio de su oculto pesar.
De casa de la novia vuelve al café, porque sabe que no podría resistir la soledad de su pieza y no tiene deseos de cenar. La pensión donde vive se le aparece fría y áspera como nunca.
Una copa, otra copa. Observa a los jugadores de billar. Juega unos partidos de naipe y sigue bebiendo. Más tarde se sienta a una mesa para leer la edición nocturna de un diario popular. Las letras danzan frente a sus ojos y el chocar de las bolas en la mesa próxima parce que le dijese burlonamente:
-¡Leproso!... ¡leproso!... ¡leproso!...
Paga la consumición y echa andar sin rumbo fijo. Quiere cansar el cuerpo para así retornar a dormir como un leño, olvidado de sus preocupaciones.
Poco a poco se va alejando de las calles céntricas. La brisa nocturna le refresca el rostro y él sigue… sigue…
Un reloj arroja en el seno de las sombras tres sonoras campanadas.
Un ómnibus avanza solitario y Obdulio asciende a él sin cuidarse del destino. Cuando, después de un largo viaje, el vehículo se detiene en una estación de las afueras, baja como un sonámbulo y marcha a través de los campos húmedos de rocío.
Siente deseos de irse lejos, de irse para siempre por el camino largo de la soledad.
Da con las vías del ferrocarril y sigue por ellas hasta divisar en la lejanía las luces de las señales como si fueran mariposas revoloteando en las tinieblas.
Del otro lado una lucecita diminuta denuncia al tren que llega.
Se detiene y observa la pequeña luz que, poco a poco, va agrandándose.
También es manchita del brazo iría agrandándose a medida que pasaran los días -reflexiona-, a menos que...
Sigue su mancha por entre los rieles, alta la frente y como persiguiendo entre las sombras a un sueño que se aleja rumbo al cielo decorado de estrellas.
Las vías trepidan bajo el peso de la máquina de acero.
Pero Obdulio sigue su marcha imperturbable.
Y el tren avanza... avanza... avanza...
En Otros cuentos correntinos. Pp. 91-98
Huemul, junio de 1979.
Una manchita apenas... durante mucho tiempo la lepra constituyó para la ciencia un grave mal de imposible curación, para el que sólo cabía el aislamiento del enfermo. En nuestro país tuvo particular importancia, sobre todo en zonas del interior y principalmente del litoral, como lo demuestra la existencia de numerosos lazaretos en el medio de la selva, aislados totalmente de la civilización, y en los que se alojaban gran cantidad de afectados.
En el presente cuento, Ayala Gauna ha querido trazar el drama interior del hombre desahuciado por los médicos, y al que no le resta sino renunciar a la vida para internarse en un lazareto, en plena juventud. Por este sentido fatalista de irremediabilidad, se emparenta con otros cuentos del mismo autor, por su gusto hacia el manejo de la tensión que el avance gradual del destino confiere a la narración. Aquí la diferencia está en el tratamiento interior del personaje, es decir que la tensión se logra en el plano psicológico, siguiendo la evaluación desde los primeros temores hasta la certidumbre, la rebeldía y finalmente la resignación. La utilización del monólogo interior indirecto es hábil y de efectividad para la intención del cuento.
Introducción por Eugenio Castelli
En Otros cuentos correntinos. Pp. 18-19
Huemul, junio de 1979.
En Una manchita apenas... -el drama del hombre desahuciado por los médicos, por su lepra- el tratamiento es más interno; la tensión se logra en el plano psicológico, siguiendo la evolución desde los primeros temores hasta la certidumbre, la rebeldía, y finalmente la resignación. La utilización del monólogo interior indirecto es hábil y de efectividad para el logro de la intencionalidad del relato.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p. 13. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina
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