lunes, 23 de diciembre de 2019

Poema del Padre

-Oye negra, ¿Te puedo hablar? ya los chicos se han dormido 
Así que, así que deja el tejido que después te equivocas… 

Hoy te quiero preguntar 
Por qué motivo las madres amenazan a sus hijos 
Con ese estribillo fijo de ¡Ah, cuando venga tu padre! 

Y con tu padre de aquí y con tu padre de allá 
Resulta de que al final al verme llegar a mí 
Lo ven entrar a Caín y escapan por todos lados 
Y yo, que vengo cansado de trabajar todo el día 
Recibo de bienvenida una lista de acusados 

Tú empiezas con tus quejas y yo tengo que enojarme 
Igual que hacía mi padre al escuchar a su vieja 
Entraba a fruncir la ceja apoyando a ese fiscal 
Que en medio del temporal se erigía en defensora 
Lo mismo que tú ahora que siempre me dejas mal 

Si los perdono, ¡Qué ejemplo! ¡Es así como los educas! 
Si los castigo, ¡No tienes sentimientos! 

A mí, a mí que llegué contento y no tuve más remedio 
Que poner cara de serio 
Y escuchar tu letanía 

A mí, a mí que me paso el día 
Pensando en jugar con ellos 
Yo sueño en llegar a casa y olvidarme felizmente del trabajo 
De la gente y de todo lo que pasa 

Los hijos son la esperanza y el porqué de 
Nuestras vidas 

Por eso nunca les digas ¡Ah, cuando venga tu padre! 

No quiero encontrar culpables 
Quiero encontrar alegría 
Que no me pongas de escudo como lo hacía mi madre 
Que consiguió que a mi padre lo imaginara un verdugo 

El llegaba y te aseguro que se acababan las risas 
Y en lugar de una caricia o hablarle como a un amigo 
Lo miraba compungido presintiendo una paliza 
Y el pobre que me entendía, sacudiendo la cabeza 
Escuchaba con tristeza lo que mi madre decía 
Y que él, y que él de sobra sabía 

Que con éste no se puede, que me pinta las paredes 
Que trajo las suelas rotas, que la calle, la pelota 
Que me saca canas verdes 
¡A la cama sin cenar! Aburrido me ordenaba 
Mi madre me consolaba y yo, yo lo culpaba a él 
A él que había llegado recién de trabajar, cansado 
Y ya lo había yo amargado con todas mis travesuras 
Los hijos nunca analizan el sentimiento del padre 
Porque el brillo de la madre es tan fuerte que lo eclipsa 
Sólo le hacemos justicia cuando nos toca vivir 
A nosotros su problema 

Ay, si mi padre viviera ¡Que recién lo comprendo! 
Y porque nunca me dijo lo mucho que me quería 
Si hoy yo sé cuanto sufría al ver enfermo a su hijo 
Porque me miraba fijo el primer pantalón largo 
Y sé que, hasta me ha besado cuando yo 
Estaba dormido 

Hoy que todo lo comprendo 
Por qué no estás a mi lado 
Porqué no estás ahora para besarte bien fuerte 
Viejo lindo 
Y ofrecerte mi cariño a todas horas 
Ves a tu hijo que llora, pero llora con razón 
Porque te pide perdón pensando en aquellos días 
En que ciego no veía que eras puro corazón 
Déjame negra que llore, es tan lindo desahogarse 

En fin, veamos, veamos que hacen nuestros 
Futuros señores. Mira esos pantalones 
Tápale un poco a la nena 
Si, si ya sé, no me lo digas 
Hoy se fué a la calle sola 
Acuéstate rezongona, mañana, mañana será otro 

Héctor Francisco Gagliardi (1909-1984)

sábado, 21 de diciembre de 2019

La culpa

Mientras dormías, te di un beso en la frente y respiré cansada. 
Te acaricié el pelo y te olí, como hacen los animales con sus cachorritos. 
En ese segundo, me volvió el alma al cuerpo. 
Recuperé la calma, y así, con la cabeza más cuerda, me arrepentí. 
De ese grito, de esa cara de enojada. 
De tantas cosas que te había dicho durante el día. 
Mientras dormías, me reencontré con la culpa, 
esa vieja enemiga que tanto conozco y no puedo, todavía, eliminar de mi vida. 
Cerré los ojos y respiré profundo. 

Me reproché haber perdido, una vez más, la paciencia tan rápido. 
Porque en ese instante, mientras dormías, 
tu berrinche no parecía tan grave, 
ni tu demanda tan incomprensible. 

Con la luz semi apagada y tus ojos cerrados, 
fue tan fácil ver lo chiquito y frágil que eres, 
y lo mucho que me necesitas. 

Rogué al universo despertarme distinta. 
Deseé convertirme en una mejor mamá para ti 
Más amable, más paciente. 
Y en ese instante, mientras dormías, decidí empezar conmigo. 

Me abracé y me hablé con cariño. 
«No lo estás haciendo tan mal», me dije. 
Y me acordé. 
No todo habían sido gritos y retos. 
Durante el día también te había dicho que te quería, más de una vez. 
Te había abrazado y consolado después de esa gran caída. 
Me había sentado en el piso a jugar. 
Había tenido paciencia y me había reído. 
No siempre, pero sí muchas veces. 

Te di otro beso en la frente y respiré, un poco menos cansada. 
«Te quiero, siempre», dije en voz baja. 
Y esa noche, mientras dormías, me fui de tu cuarto con ganas de volverlo a intentar. 

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Ortografía (fragmento)

Será cuestión de idiosincrasia, o de educación, o de nervios, o tal vez, -algo ha de ser,- pero una palabra escrita con mala ortografía me hace el efecto de ese chirrido áspero e hiriente que suelen producir las ruedas de un tranvía en las líneas curvas de los rieles. 
Y no se crea por esto que pretendo echármelas de sabio ni de mero cultivador de la filología. No hay tal cosa; cultivo solamente las buenas formas como puede hacerlo cualquier hijo de vecino. No se requiere ser profesor de música para observar una desafinación, por más que haya sujetos para quienes la sucesión de sonidos armoniosos no sea otra cosa que el más soportable de los ruidos. 
Ahí, donde alguien vería con fruición y con encanto los colores abigarrados y chillones de una tela de brocha gorda, un espíritu más culto se limitaría a hacer la crítica mental de ese embadurnado y a apreciar el grado de potencialidad artística de su autor y de su dueño. 

A. Richieri. 
“El Estudiante Argentino” Pág. 71

domingo, 15 de diciembre de 2019

José Gabriel Brochero

(Canónigo de la Catedral de Córdoba) 
Después de los trabajos que había realizado, Brochero se consagró enteramente a moralizar el vecindario, llevando a todas partes la doctrina cristiana, procurando que su ejemplo precediera a su palabra, que la profesaran en acción y practicándola conocieran sus preceptos. 
Existía entonces un bandido terrible que moraba en las quebradas profundas o en los bosques espesos. Inútiles habían sido para su captura todas las diligencias de la Policía. 
Un día salió Brochero en dirección al punto en que se hallaba. Montó tranquilamente en mula, y sin comunicar a nadie su pensamiento partió solo al lugar indicado. 
Encontró a un hombre recostado en el suelo y el caballo que montaba a poca distancia. No manifestó la menor señal de alarma al verlo aproximarse, y conservo la misma actitud con impasibilidad estoica. 
Brochero, después de saludarlo y conversar un momento, le dijo: -“Amigo, vengo a convidarlo para que vamos a los ejercicios.” 
El gaucho se levanta entonces y le dirige brutales insultos acompañados de horribles amenazas. Brochero saca una imagen de Cristo que lleva siempre bajo su sotana y enseñándosela le responde: -“Yo no soy, amigo el que viene a convidarlo; es éste. ¿A qué no lo insulta?” movido por este original recurso, el bárbaro paisano, tan colérico al principio, se presta entonces a conversar con él, y concluye aceptando la invitación de concurrir a los ejercicios. Hoy es un vecino honrado y un esposo irreprochable. 
Había un individuo que vivía perpetuamente ebrio, haciendo la desgracia de una familia numerosa, que iba acercándose a las puertas de la miseria. 
Todos los medios que la imaginación aguzada por la necesidad puede sugerir, se habían tentado para despojarlo del vicio. Todos los esfuerzos habían sido infructuosos. 
Una vez la dice Brochero –Vea, don N: ¿quiere que hagamos un trato? 
- Señor, como usted mande hay ser. 
- Bueno; usted se va a comprometer a no tomar ni un traguito de licor durante dos años, y yo tampoco voy a tomar ni un chiquito de dulce ni un poquito de bebida 
- ¡Vaya! -¿quiere qué hagamos este convenio? 
- No, señor, no me animo. 
- Pero, hombre, vea que yo también me voy a embromar. 
El paisano se queda pensando un momento y al fin responde. 
- Está bien, señor. 
Desde este día, en el tiempo determinado, no se vio a ninguno de los dos infringir lo pactado, y desde esa época el ebrio consuetudinario ha olvidado para siempre su vicio, y vive contraído a su familia y a sus intereses. 
Serían innumerables los actos de este género que pudiera referir, pero bastante los mencionados para mostrar el sacrificio, las privaciones, el peligro, las fatigas y los dolores que con gusto soporta Brochero, para conseguir el bien que se propone. 
Esto se llama practicar la virtud cristiana de la que los pueblos mucho necesitan. 
Hay un acto en la vida de Brochero, que ni puedo dejar que pase en silencio. 
Guayama, el heredero de las tradiciones de Quiroga y Chacho a la cabeza de sus montoneros andaba sublevado en los Llanos de la Rioja, saqueando las poblaciones, que mantenía en constante alarma, y haciendo sentir su acción vandálica hasta en los departamentos de la Sierra. 
Brochero se propuso desarmarlo y hacerlo entrar en la vida civilizada, de trabajo y de sosiego. 
Se dirigió a la provincia de la Rioja en busca del célebre caudillo y vago varios días por esos desiertos, sin más compañía que su propio pensamiento. 
De Guayama no adquiría noticias. – Encontraba sus gauchos, les interrogaba por su jefe, y todos guardaban misterioso secreto del sitio en que se hallaba; pero Brochero persistía en su propósito y seguía por campos despoblados y caminos intransitables en sus laudables correrías. 
Por fin un día encontró a un amigo suyo, que servía a las órdenes de Guayama y era persona de su confianza. Este le prometió conducirlo delante del caudillo, pero después de prevenírselo y recabar su consentimiento. 
Guayama, informado del objeto de la visita de Brochero accedió a darle una cita en un bosque espesísimo e impenetrable. El cura fue puntual y el montonero no concurrió. Desconfiaba profundamente de este amigo oficios, que se le ofrecía, y creía que bajo la capa humilde de un sacerdote se le ocultaría una celada. 
Brochero insistió no obstante y Guayama volvió a repetir la cita. El primero asistió acompañado del amigo que le servía de intermediario, y nuevamente no encontraron al segundo. Brochero quedó en el lugar señalado y su compañero comenzó a reconocer las inmediaciones. Como a las dos cuadras encontró a Guayama que con atenta vista seguía todos sus movimientos. 
Allí en ese punto, el virtuoso cura y el semibárbaro de los Llanos, último vástago del individualismo brutal de nuestros campos, tuvieron una larga conferencia, abandonándose en íntima y franca conversación. 
Brochero lo exhorto a que abandonara esa vida andariega y aventurera que llevaba y se contrajera por entero al trabajo. Le prometió entregarle una estancia con numerosa hacienda, dándole una fuerte participación en sus productos, lo que conseguiría de un acaudalado propietario de su departamento, y le ofreció pagarle todas sus deudas y darle un indulto del Gobierno Nacional. 
Guayama aceptó esta proposición, exigiéndole, sobre todo, el cumplimiento de su última promesa, que el doctor Juárez Celma se encargó de solicitar del Gobierno de la Nación. 
El general Roca respondió que por parte del Gobierno Nacional no se le molestaría, pero que esto mismo no podía asegurarle respecto a la acción común que podía entablarse ante los tribunales ordinarios. 
Brochero volvió a ver a Guayama, pero este no tuvo valor para dejar su vida de pillaje sin obtener completas y absolutas garantías contra el fallo justiciero de las leyes. 
Sin embargo, sus gauchos no se hicieron sentir más en San Alberto y él se vio luego en una cárcel hasta sufrir el fin trágico que todos conocemos. 

Ramón J. Cárcano. 
“El Estudiante Argentino” Pág. 51-54

sábado, 23 de noviembre de 2019

El diccionario

Todos los niños tienen un amigo silencioso del que no hacen caso y que les prestaría infinidad de servicios si se acostumbraran a interrogarlo: es el diccionario. 
No creáis que sea difícil de consultar: es cuestión de un poco de costumbre; los diccionarios son como las personas: no les agrada que los dejen olvidados y arrinconados; por eso, si no lo abrís sino rara vez, el vuestro se presta de mala gana a contestar, se le pegan las hojas y se esconde la palabra buscada en algún rincón donde cuesta mucho descubrirla. 
Pero en cuanto vea el diccionario que su dueño o su dueña lo consulta continuamente, como a un buen amigo en quien se tiene confianza, veréis que amable se vuelve, como se abren las páginas solitas en la palabra misma que hace falta y cuantas cosas interesantes os dice, y que ayuda tan eficaz os presta para aprender las lecciones. 
¿Por qué os cuesta tanto, a veces, aprender una lección cualquiera? Pues sencillamente porque no habéis comprendido, sino confusamente, algunas palabras y en vez de representar estas una idea clara, no evocan más que una imagen vaga que se borra muy fácilmente a pesar de que las repitáis infinidad de veces, porque cuesta mucho fijar en la memoria lo que no hemos fijado antes en la inteligencia. 
A la imagen confusa substituirá el diccionario una noción clara; gracias a ella percibiréis la relación estrecha que existe entre las diferentes ideas, y entonces no se escaparán las palabras de pronto, dejando un hueco imposible de llenar y obligándoos a callar. 
Cada palabra es como una cajita misteriosa que encierra varias ideas diferentes: el diccionario descorrerá el velo que esconde todas esas ideas y enriquecerá vuestra inteligencia. Es un amigo siempre pronto a respondes a todas vuestras preguntas y a enseñaros infinidad de cosas. No lo dejéis, pues, en olvido y veréis que generosamente os paga el interés que le demostréis. 

“El hogar de todos” pág. 50-51

La letra a

Un porotito con una colita, esta es la letra a, ¿te gusta? ¿Te gusta, mamá?
Y enseguida tu risita de triunfo, de qué lindo, de nena feliz.
Tu mano de nena de cuatro años encaramada sobre una gran mesa había dibujado la a.
La a de mamá, de papá, de pan, la a de ja ja. La a de las cosas lindas, del buen tiempo, del ángel de la guarda cuidándonos la espalda.
¿Por qué será que en esos momentos, en vez de ser feliz, de ponerme contenta u orgullosa, se me da por llorar?
Te acaricié el flequillo y me quedé muy seria.
—¿No te gustó, mamita?
—Sí, me gustó. ¡Viva la nena gorda que escribió una a!
Pero no me gustó.
La “a” en el papel es la puerta redonda por donde comienza a escaparse la infancia.
Y por donde empieza a entrar mi miedo. Ahora tú eres mi reloj, y las horas pasan muy rápidamente.
Ayer nomás, tus manos manoteaban un sonajero, y hoy marcan los segundos con un lápiz, con la acuarela que mancha tu delantal blanco y rosa del Jardín de Infantes, con el signo de interrogación de tus preguntas interminables.
Ahora tú conoces la letra a y muy pronto abrirás su puerta para conocer las demás letras; llenarás un cuaderno, separarás las estrellas en sus diferentes constelaciones, y las palabras dejarán de ser “dibujitos” para convertirse en algo con un significado riguroso. (¡Oh... todo está anotado en los diccionarios!).
Tú eres mi reloj, quédate quieta.
No, no dejes pasar los segundos porque ellos se devoran los minutos, las horas, los días, los meses...
Quiero que detengas el tiempo en esta hora, que sean hoy las dos y media de la tarde, 14 de mayo de 1967 para siempre.
Con este sol y esta ventana abierta y esta paz de domingo. Y con este cansancio divertido de haber dado unas vueltas a la ronda los tres tomados de la mano: tú, papá y yo.
Porque con estas cosas yo recupero al ángel, vuelvo a vivir aquello que fue breve, me asombro con tu asombro, digo tus versos escolares, canto tus mismos cantos, y soy tú y soy yo, las dos al mismo tiempo: una nenita Poldy y una nena Verónica que crece muy aprisa.
Es difícil ser madre, saber qué hay que decirte, saber qué hay que callar, saber qué es lo que quieres que te diga.
Haber sufrido tanto, haber mirado la vida y el mundo hurgando en los rincones, buscando en las hendijas para saberlo todo, para saber qué flores tienen espinas, qué barro es el que mancha irremediablemente, qué fuego es el que quema y qué fuego el que limpia...
Haber sufrido tanto... haber buscado tanto... haber aprendido tanto... para llegar a saber que cada uno tiene que labrar su propia experiencia, que mis lágrimas no evitarán las tuyas, que mi dolor no servirá de barrera a los dolores que te aguardan y que, aunque yo te ame, aunque yo sepa cuál es el camino que debes elegir para ser dichosa y para realizarte, tengo que aprender a callar, a apartarme, a dejar que seas tú misma la que lo encuentres, aunque antes te equivoques y te golpees muchas veces.
Es difícil ser madre... saber qué hay que decirte... saber qué hay que callar... saber qué es lo que quieres que te diga.
Hasta hoy, todo me había parecido fácil: tenerte dando vueltas a mi alrededor, sentir que me necesitas tanto, que no te gusta que salga, que me vaya, que te falte un instante; que la comida “más rica” es la que comes de la cuchara que sostiene mi mano, las historias que te fascinan son las que te cuento, y tu bracito apoyado en mi brazo te hace sentir segura, protegida, abrigada.
Hasta ahora todo fue fácil: abrazarte, apretarte contra mí y saber que así nada podría ocurrirte.
Nada puede ocurrirte apretada en mis brazos mientras eres pollito bajo el ala materna.
Pero la letra “a” tiene una puerta redonda por donde los chicos empiezan a escaparse de la infancia. Y esa puerta da a un mundo. Y en ese mundo hay rostros y luces y espejismos y tanto más...
Te prometo no encadenarte, hija. Ir buscando las fuerzas, como el pájaro busca las pajillas para hacer su nido.
Ir buscando las fuerzas que me obliguen a dejarte vivir tu propia vida.
Creo que eso es lo más difícil de ser madre: saber dejar a fondo el ancla de nuestro fuerte barco, mientras el velerito nuevo, que parece tan débil, tan frágil y vulnerable, se va... se va quién sabe adónde a enfrentar qué tormentas, a ganar qué batallas... o a perderlas.
—Un porotito con una colita, esta es la letra “a”, ¿te gusta, mamita?
Me lo vas a preguntar cien veces, como todas las cosas que preguntas.
Y yo cien veces voy a tratar de sonreír al contestarte:
—Sí, me gusta...
Pero vamos, vamos, mi nena.
Vamos a usar todo este domingo, a comprar un globo colorado, un chupetín, un molinillo, a dar vueltas en la calesita, a reírnos, reírnos... reírnos... a zarandear al ángel hasta dejarlo cansado.

Poldy Bird
En "Cuentos para Verónica"

miércoles, 13 de noviembre de 2019

El trabajo

Cuando el Sol muestra por la mañana
dorados rayos, tintas de grana,
marcha el labriego tras de un arado
labrando el campo de su cuidado.

A él se consagra y él le sostiene,
y cuando obscura la noche viene,
feliz y alegre con su existencia,
disfruta el sueño de la inocencia.

Al hombre impuesto le fue el trabajo:
quien como bueno cumple aquí abajo
aquel precepto puro y divino

y el fin persigue de su destino,
cansado el cuerpo, ligera el alma,
se entrega al sueño con santa calma.

M. Ossorio y Bernard. 
“El Adulto” p. 108

La costurera

La máquina de coser
canta su canción de prisa,
mientras la buena mujer
va cosiendo una camisa.

Sobre su espalda encorvada
la lámpara da el reflejo:
y parece cobijada
con un manto de oro viejo…

Y la tela que viene y la tela que va…
y que nunca se rompe ni aja,
y la rueda, traca, traca tra…
y la aguja que sube y que baja…

De las paredes blanqueadas
penden cromos y retratos,
y esas frágiles monadas
de los bazares baratos.

Una niña pensativa
sobre un libro aprender a leer,
mientras canta fugitiva
la máquina de coser.

Y la hora que suena y se va…
y el pan y el amor que nunca van juntos,
y la rueda, tranca, tranca, tra…
y la punta que deja su línea de puntos.

La tela a ratos se espesa
en una encrespada ola,
y cuelga desde la mesa
como si fuera una cola.

Mientras la mujer prolija
sigue su trabajo diario
y la acompaña su hija
que aprende el abecedario…

Y en tanto la suerte marcha volandera,
mostrando su avaro y huraño cariz:
cose, cose, cose, buena costurera,
cose la camisa del hombre feliz…

Ernesto Mario Barreda
“Cien Lecturas” pp. 199-200

martes, 12 de noviembre de 2019

El nido

Mira el árbol que a los cielos
sus ramas eleva erguido;
en ellas columpia un nido
en que duermen tres polluelos.

Son hijos de un ruiseñor,
que en la tarde sosegada,
en la noche, en la alborada,
les canta endechas de amor.

Un rapazuelo atrevido,
destructor, inquieto y malo,
ató una escarpia en un palo
para derribar el nido.

Ya la alzaba con sus manos,
cuando enternecido pecho
le gritó: “Piensa en el lecho
en que duermen tus hermanos

Piénsalo un instante y di:
¿Qué hiciera yo, qué esperara,
si un ladrón así matara
a tus hermanos y a ti?”

Volvió el rostro con enojos
y halló a su madre el rapaz,
que, con tristeza en la faz
y un mar de llanto en los ojos,

-“Deja tales desvaríos,
le dice; los seres buenos
cuidan los hijos ajenos
como yo cuido los mios.

Ese nido es un hogar;
no lo rompas, no lo hieras;
se bueno y deja a las fieras
el vil placer de matar.”

Juan de Dios Peza
“El hogar de todos” pá. 65

domingo, 10 de noviembre de 2019

En la tapera

El alero carcomido de la mísera tapera
cobija la nostalgia del antiguo domador,
que a su amparo se dormía en verano y primavera
estrechando entre sus manos el inútil arreador.

Un caballo viejo y triste, ya sin crines, a la vera
de los talas cabeceaba su vejez, y alrededor
unos perros ovejeros de mirada lastimera
se acordaban de otro tiempo que para ellos fue mejor.

¡Cuántas siestas durmió el viejo al amor de aquel alero!
¡Cuántas noches invernales paso oyendo del pampero
la canción que a sus oídos parecíale decir

cosas viejas, cosas muertas de otros pagos y otros días!...
Y en una de esas noches largas, melancólicas y frías
miró el campo envuelto en luna y sintió que iba a morir.

Héctor Pedro Blomberg 
En“El hogar de todos” p. 155

viernes, 8 de noviembre de 2019

Canciones de mi casa

Hijo mío, sé bueno como el lirio y el ave,
como el ave sé simple, como el lirio sé suave. 

Sé claro como un rayo de sol en pleno día,
como una gota de agua, como una melodía
de pastor; como el vidrio pulido y reluciente,
como el vidrio, hijo mío, sé limpio y transparente.

Ten el amor por guía, por maestro al dolor;
lo poco que valemos es de dolor y amor.

Amar, este es el verbo supremo del vivir,
y así conjugaremos con honra el de sufrir;
que el amor sea el móvil primer de tu existencia,
germen de todo polen y olor de toda esencia.

A flor de labio lleva la miel de la bondad,
y escúdate en la gloria de la serenidad.

A. Bufano 
“Cien Lecturas” pág. 95

jueves, 7 de noviembre de 2019

Al pampero

Hijo audaz de la llanura
y guardián de nuestro cielo,
que arrebatas en tu vuelo
cuando empaña su hermosura:
¡ven, y vierte tu frescura
de mi patria en el ambiente!
¡Ven y enérgico y valientes,
bate el polvo en mi camino,
que hasta soy más argentino
cuando me azotas la frente!

Rafael Obligado
“El hogar de todos” pág. 54

miércoles, 6 de noviembre de 2019

La vida en el campo

Un alto en el campo Prilidiano Pueyrredón
El paraje es desierto y solitario; un mar de verdura nos rodea y nuestro rancho se pierde en este océano inmenso cuyo horizonte es sin límites. Aquí no se ven, como en otras regiones, ni montañas de nieve sempiterna, ni carámbanos gigantescos, ni cataratas espumosas desplomándose con ruido espantoso entre las rocas y los abismos. La naturaleza no presenta variedad no contraste; pero es admirable y asombrosa por su grandeza y majestad. Un cielo sereno y transparente, enjambres de animales de diversas especias, paciendo, retozando, bramando en estos inmensos campos, es lo que llama la vista, despierta la imaginación. 
He notado en mi tránsito que las gentes son sencillas y hospitalarias; siempre me han dado alojamiento en lo interior de sus reducidas chozas, como si no fuese un desconocido. Mis huéspedes me han hecho el mismo acogimiento y me han cobrado en dos días una afección y un cariño que no he podido adquirir con un trato largo y continuo en las ciudades. 

Esteban Echeverría
“El hogar de todos” pág. 57

Otra vez los Reyes Magos

¿Por qué no se lo conté a nadie todavía, yo que todo lo cuento, que todo lo pongo boca arriba sobre la mesa porque los secretos se me vuelan como mariposas?
No, no dije que el año pasado, cuando me preguntaste si Papá Noel y los Reyes magos eran de verdad… te dije que sí y que no… que hace muchos, muchos años existieron, pero ahora se conservaba el recuerdo y se dejaba correr como agua de una fuente esa mentira linda de que “pasan los Reyes, o que Papá Noel llegará en su trineo”.
- Entonces ¿los regalos los compran papá y vos?
- Sí.
- ¿Y el pasto que se comen los camellos y el agua que se toman… eh?
- Papá le echa el agua a las macetas y el pasto lo tiramos al incinerador.
- ¿Cuándo vos eras chica creías en los Reyes Magos y en Papá Noel?
- ¡Claro que creía!, y cuando supe la verdad no se lo dije a nadie porque tenía miedo a que no me pusieran nunca más regalos en los zapatos.
- Claro… vos te pusiste a mentir como mienten los grandes…
Como mienten los grandes. A veces para destruir, a veces para defenderse, a veces para no llegar al final de los caminos. Fuimos a comprar los regalos, tuvimos unas alegres fiestas pero después me quedó la nostalgia de los zapatos puestos en el balcón... y la sorpresa, y el balde con agua, y el pasto, y los terrones azúcar para los camellos cansados de viajes tan enormes…
Y los Reyes Magos, cabalgando en la noche transparente, esquivando luceros y estrellas de topacio pinchando el aire tibio con las puntas de sus coronas. Los Reyes que de tanto quererlos una vez me parecieron verlos huyendo para que mis ojos no los tocaran.
¿Y quién puede decir que en realidad no existen?
¿Y quién puede afirmar que sean absolutamente de mentira?
Aquella vez, como pájaros oscuros en sus coronas de luz…, hendiendo una nube gris…, haciendo el ruido de un papel que roza la mano…, aquella vez los vi casi podría jurarlo.
¿Por qué no le conté a nadie que te dije que Papá Noel y Los Reyes Magos no traen los regalos de diciembre y enero?
¿Para qué? Para que no pensarás que estás creciendo, para que no dijeran “ya va siendo grande” para conservarte chiquita, y enteramente mía detenida en el tiempo, en la inocencia...
O tal vez para que los demás no se dieran cuenta de que... de que yo no creo que los reyes magos no existen...
De veras, gorda mía, creyendo que mentía, al decir que no creía ya, mantenía en alto una verdad.
Por eso este año, vamos a hacer una cosa entre las dos: le vamos a escribir una carta a los reyes, en papel de luna, con tinta de mar, con letras de hormigas que saben marchar. Melchor, mucho gusto, ¿Qué dice Gaspar? Una reverencia para Baltasar... Y también vamos a poner los zapatos en el balcón, bien lustrados, y el balde con agua y la parva de pasto y los terrones de azúcar, y yo te voy a comprar un regalo que ni te imaginas y vos otro a mí que yo no sepa, y las dos a papá, y papá a vos y a mí. Y a la mañana correremos los tres descalzos a mirar con asombro los papeles estampados, las cintas de colores, los zapatos sonrientes de los seis de enero, inflados de orgullo.
¿Dale que si?
¿Dale que las dos creemos en los Reyes Magos para siempre?
¿Dale que jamás en la vida, prometido y jurado y recontra jurado nunca nos vamos a olvidar de poner los zapatos y escribir la carta y todo eso?
Dale que cuando alguien nos diga que los Reyes Magos no existen,nos vamos a mirar sin decir nada con la boca, pero diciéndonos con los ojos “no sabe nada pobre
Dale que vamos a vivir esta mentirita, pero no como mienten los grandes, sino ¿cómo mienten los chicos cuando dicen que el abuelo le sacó un colmillo al vampiro?
Dale... total si se dice que las "guerras son inevitables", que "ayudarse a uno no conduce a nada, porque el problema es un problema de fondo, social, y que solamente el estado puede resolverlo todo junto", si se dicen tantas mentiras que hacen sangrar al universo... que tiene de malo una mentira con latidos azules y capas de satín y coronas de peces luminosos... y un abrazo muy fuerte en la mañana de los Reyes, un abrazo en donde apretemos, entre las dos, a los Reyes Magos.

Nuevos Cuentos para Verónica
Poldy Bird

lunes, 4 de noviembre de 2019

La Oportunidad (fragmento)

El tiempo es como la Esfinge griega, que mataba a los que no sabían interpretar el enigma de la vida. Y para indicar que el tiempo que se va inaprovechado no vuelve, los griegos tenían una estatua, que se ha perdido, pero cuya descripción se conoce por esta conversación que tuvo con un viajero: 

“-¿Cómo te llamas?” 
“-Me llamo la Oportunidad.”  
“-¿Por qué estás sobre la punta de los pies?”  
“-Para advertir que solo me detengo un momento.”  
“-¿Por qué tienes alas en los pies?”  
“-Para advertir que pasó rápidamente.”  
“-¿Por qué tienes el pelo tan largo sobre la frente?”  
“-Para que los hombres puedan atraparme cuando me encuentran.”  
“-¿Por qué, entonces, eres tan calva en la nuca?”  
“-Para manifestar que cuando he pasado ya no pueden agarrarme.” 
La oportunidad es el presente, que se va estéril al pasado, sin agregar nada a la vida del indolente o del incapaz de mejorar su ser, su valer o su haber… 

Agustín Alvarez 
“Letras” pág. 202

miércoles, 30 de octubre de 2019

Hogar

No hay noticias. La anciana 
inútilmente espera en la ventana. 

¡Pasan días y meses! 
En este año los campos no han producido mieses.

No hay pan. En lontananza, 
la pobre madrecita cultiva su esperanza: 

-“Cuando vuelva, sin duda 
traerá puesta la cruz; sobre su frente ruda 
brillará la aureola de aquel primer encuentro… 
¡Ha de volver, es claro, mi buen batallador! 
Lo esperaré aquí dentro, 
para llorar en lo íntimo mi dolor y mi amor.” 

No hay noticias, no hay pan. La madrecita anciana 
inútilmente espera en la ventana… 

Mucho tiempo después, por la calle desierta 
regresaba un soldado; 
vió el ventanal vacío, el postigo cerrado, 
y un crespón en el tosco llamador de la puerta… 

Mario Bravo 
“Cien Lecturas” pág. 117

lunes, 28 de octubre de 2019

Los árboles

Si viajando alguna vez por llanuras interminables, bajo los rayos de un sol ardiente y sofocados por el calor, habéis divisado a lo lejos un árbol, una arboleda o un bosquecillo, es seguro que vuestro corazón se habrá sentido aliviado de la fatiga, ante la esperanza de hallaros muy pronto gozando de un grato descanso al amparo de la sombra. Y habréis mirado al árbol como a un viejo y buen amigo, siempre fiel y servicial. 
En efecto, los árboles nos prestan innumerables beneficios: nos dan su fruto para la alimentación; leña para nuestro hogar; maderas para nuestros muebles y para la construcción de casas, puentes, etc.; productos medicinales para conservar la salud y sombra para ampararnos contra los rigores del sol y la inclemencia de las tempestades. 
Ya los hombres de la antigüedad reconocieron las virtudes de los árboles, si bien no se cuidaron de protegerlos contra las devastaciones. Un proverbio árabe dice que un hombre no ha cumplido su misión en la tierra, “si no ha escrito un libro, o no tiene un hijo, o no planta un árbol.” Prueba esto que aun en los pueblos de civilización primitiva se amó a los árboles y se comprendió la importancia que tienen respecto de nuestra vida. 
Muchas especies de árboles son famosas; así los cedros del Líbano, con cuya madera el rey Salomón hizo construir en Jerusalén un templo magnífico; el sicomoro, árbol gigantesco que en los desiertos de África protege con su sombra a los que en ellos se aventuran; el ombú de nuestras pampas, que también sirve de asilo y amparo a los viajeros; el nogal de Italia, excelente para la fabricación de riquísimos muebles; el sándalo, de madera olorosa, muy estimado en el comercio de Oriente, desde tiempos remotos. 
Para honrar a las plantas, los griegos imaginaron una hermosa leyenda. Según ella, la diosa Ceres habría sido la iniciadora de los cultivos, enseñando a los hombres a arar la tierra e indicando los vegetales correspondientes a las distintas estaciones del año. El suelo, en un principio árido, adquirió así, según la leyenda, fecundidad, y la germinación de las semillas tuvo lugar gracias a la protección de aquella divinidad mitológica, que de este modo procuraba el bien del pueblo heleno, el cual, en reconocimiento de los dones recibidos, erigió un templo a la diosa. 
Pero no sólo el hombre sino todos los seres vivientes tienen motivos de gratitud para con los árboles, pues no se olvide que los animales hallan en ellos alimento y protección. Así, por ejemplo, no se concibe sin árboles la existencia de los pájaros. 
Es sabido, por otra parte, que los árboles atraen la lluvia, por lo que se explica que en las regiones cálidas la plantación de árboles sea afán primordial de los habitantes. 

“Cien Lecturas” pág. 196-198

Cerré el alma

Ya no dirás
hasta mañana , un beso.
No esperaré el abrazo inútilmente.
He borrado tus labios de mi frente
porque no era el amor de un hombre eso.
Entre los que se aman hay un leño ardiente
y me ofreces un fósforo apagado,
por eso escondí el rio que he llorado
y dije "terminó" sencillamente.
En mi lecho se acuesta el que me ama,
no el que no tiene donde descansar...
no es lugar para amigos una cama...
No entendí el retaceo de tu llama.
Te eché.
Cerré la puerta.
Cerré el alma.

Poldy Bird

sábado, 26 de octubre de 2019

La palabra

Sin la palabra no hay sociedad, y sin sociedad el hombre vale menos que el animal. No tenemos el instinto del pájaro, para buscar y entretejer con espartos, ramillas y lana, un pobre nido; está muy lejos de nosotros aquel instinto saber del castor, que en invierno fabrica su casa, defendiéndola de inundaciones; somos, en este punto, menos aún que la diminuta hormiga, amaestrada en el arte de ahondar el suelo para establecer allí asilo y trojes para sí y sus compañeras. 
Sin el vínculo de la voz, el trabajo de un hombre sería tal vez inútil para otro, que lo destruiría por ignorancia, y pasarían siglos y siglos y viviríamos en los huecos de las peñas o, a la más, en chozas salvajes. Por la palabra sabe el hombre que fueron los que vivieron antes, y quien los crió y que debe ser él, y unido el caudal de saber y de trabajo de este hombre y aquel, y el de la generación que precede con el de la que sigue –unas heredan a otras–, sabe más, y ejecuta más, y merece más y también goza más el que mejor sabe aprovechar la inteligencia herencia que ha recibido. El habla es la defensa, el respeto, la dulzura, la ley, el bien de la vida del ser que piensa. 

Hartzenbusch
“El hogar de todos” pág. 63

viernes, 25 de octubre de 2019

Los vientos

Simún o tempestad, soplo errabundo, 
verbo grandioso, formidable empuje, 
lleva en voz el viento, cuando muge, 
todo el eterno diapasón del mundo. 

Como los niños, llora gemebundo, 
o con la voz de los leones ruge: 
y, si en la entraña de los montes cruje, 
tiene la queja del dolor profundo. 

En las cuerdas de hierro de una reja 
vibra, y errantes músicas semeja; 
y cuando el mar a sus impulsos late, 

remedan un combate sus rumores, 
y resuenan clarines y atambores 
sobre el fragor inmenso del combate. 

Ricardo Rojas 
“Letras” pág. 261

miércoles, 23 de octubre de 2019

El manantial

En un caluroso día de verano, tres viajeros se reunieron junto a un fresco manantial. 
Este se encontraba al lado del camino; rodeábanle algunos árboles y fino y húmedo césped; el agua, pura como una lágrima, caía en un recipiente naturalmente hecho en la piedra, luego se vertía para esparcirse por la pradera. 
Los viajeros descansaron a la sombra de aquellos árboles y bebieron agua del manantial. 
Junto a él vieron una piedra sobre la que se leían estas palabras: 
“Pareceos a este manantial.” 
Los peregrinos leyeron la inscripción; después se preguntaron su significado. 
-Es buen consejo, -dijo uno de ellos, comerciante- El arroyo corre sin cesar, va lejos, recibe agua de otros y se hace un gran río. Así, el hombre debe imitarle ocupándose de sus asuntos, y siempre triunfará y conseguirá riquezas. 
-No, -dijo el segundo viajero, un joven.- A mi entender, esa inscripción significa que el hombre debe preservar su alma de los malos instintos, de los deseos malos; su alma debe estar tan pura como el agua de este manantial. Actualmente, esta agua da fuerza a los que, como nosotros, se detienen para beber; si hubiese atravesado el universo, si el agua estuviera turbia, ¿qué utilidad tendría? ¿quién la querría beber? 
El tercer viajero, que era anciano, sonrió y dijo: 
-Este joven tiene razón. El manantial, dando de beber a los sedientes, enseña al hombre a practicar el bien indistintamente, sin esperar recompensas, sin contar con el agradecimiento. 

Tolstoy 
“El Adulto” pág. 47-48

En la pampa

Sobre la inmensa soledad dormida,
salvando el mar ondeante de verdura,
va el centauro pastor de la llanura
como flecha de un arco desprendida.

Da a la tarde postrera despedida;
parece la delicia y la amargura
de salvaje existencia de aventura
arrebatar en su violenta huída.

Y cuando el sol el horizonte encierra
tras el linde lejano de la tierra,
en él, vertiginoso, es una sombra

rauda volando cual visión de un mito,
que, trascendiendo de la herbosa alfombra,
fuese a seguir el astro en lo infinito…
Ángel de Estrada
“Letras” pág. 186

martes, 22 de octubre de 2019

Por la Pampa

Tres días de camino bajo un sol calcinante,
un sol que no conoce la clemencia europea…
A pie, junto a la vieja carreta rechinante,
el pobre “gringo” evoca visiones de su aldea.

El vago remolino que alzó un viento inconstante,
le rememora cosas de su triste odisea,
y hay llanto en las pupilas del mísero inmigrante,
un llanto de añoranza por esa eterna idea.

Los tardos bueyes siguen su marcha lentamente
y gime la carreta la cántiga doliente
de la pampa monótona, inmensa como el mar…

Y a su lado, vencido por la honda añoranza,
el inmigrante marcha y adivinar no alcanza
si tendrá ese camino un fin y él, otro hogar…

Juan Más y Pi 
“Cien Lecturas” pág. 104 

lunes, 21 de octubre de 2019

Mi día de la madre

Desde que yo me acuerdo, para mí el día de la madre siempre fue comprar un ramo de flores y llevarlo al cementerio. Las tres hermanitas vestidas iguales, frente a la tumba, rezando un padre nuestro, un avemaría y un gloria, persignándonos, y luego espiando el sol, que se descolgaba entre el grave follaje. Mirar las calas, los lirios tan tristes, en otras sepulturas, y volver a detener los ojos en las alverjillas rosadas que tanto le gustaban a mi madre.
También le gustaban los aromos y las rosas –eso nos decían siempre–.
Los otros chicos compraban cosas menos líricas: bombones, planchas, adornos para la casa, un corte de género. Cosas que no se marchitaban enseguida, cosas con menos color y sin el perfume de nuestras flores, pero que eran entregadas a dos manos tibias, inquietas, embarullándose de ansiedad al desatar los moños del paquete.
Dos manos y enseguida una voz haciendo una exclamación de sorpresa. Y después de la voz los ojos, un par de ojos brillantes, orgullosos, húmedos...
A mí me gustaban más las alverjillas que las planchas, pero hubiera querido tener una madre en el día de la madre, aunque hubiese tenido que regalarle una plancha.
Después, las tres crecimos. Ya no íbamos vestidas iguales ni juntas a llevar las flores de octubre. Y los años me borraron la costumbre de hacerlo, ¡me ponen tan tristes los cementerios! Hasta el año pasado también me ponían triste los días de la madre.
Hasta el año pasado... porque este año fue distinto.
En el papelito que Verónica trajo de la escuela decía que el sábado nos reunirían a las madres de todos los alumnos a las cinco de la tarde. Habría un té y cada una debía llevar algo.
Yo compré unos sándwiches y le puse a Verónica su hebilla blanca en el pelo. Estaba contenta, anhelante.
—Hicimos un regalo —me dijo—, una sorpresa.
—¿Qué es?
—Un paquete con una tarjeta.
—¿Y adentro?
—Es un secreto, no se puede decir...
Me asombré de que pudiera callar. Me asombré, yo que nunca puedo guardar un regalo para entregarlo el día establecido porque la ansiedad de darlo me consume.
De la mano, las dos entramos en el aula de Jardín de Infantes. Ya había otras madres y otros chicos. Ya había un barullo de voces infantiles entremezcladas con el cotorreo de las mujeres.
Las maestras repartían las masas y las tortas; los niños corrían de un lado para otro, comentando que “arriba” darían dibujitos animados con un proyector de cine. De pronto, los alumnos fueron llamados por la directora y subieron la escalera al trotecito; al rato empezaron a bajar. Los más chiquitos primero. Las mejillas coloradas, los delantales almidonados, una caja forrada de rosa sostenida por manitas regordetas y blandas.
Cada uno se acercó a su mamá y le tendió la ofrenda.
Mi Verónica me la entregó con los ojos azorados, la respiración entrecortada, conteniéndose para no darle un manotazo a la cinta brillante que adornaba la tarjeta.
—Es para vos —me dijo—, abrilo.
Destapé la caja y un montón de bombones dudosamente redondos, dudosamente perfectos, recubiertos con una fina ralladura de chocolate y metidos en delicadas corolas de papel plisado, me llenaron los ojos.
—Los hice yo, con mis manos, así... como cuando juego con plastilina...
Ella, con sus manos regordetas, con sus manos con las uñas casi siempre sucias de arena, de tierra, de acuarela.
—Comelos —exigió.
Me puse uno en la boca. Dulce. Mastiqué despacio. Dulce. Dulce hasta que se encontró con mis lágrimas en la mitad de la garganta. Y lo tragué junto con ellas. Porque no podía llorar allí.
Porque no podía agradecer su primer regalo con ese llanto que me inundaba toda.
Entonces sonreí y la abracé, la besé, le acomodé el flequillo –por hacer algo– y la tuve un rato sentada sobre mis rodillas.
La imaginé amasando los bombones, dándoles esa forma redonda, simple, elemental.
La imaginé guardando el secreto, esperando el momento de poder revelarlo. Y se me pusieron tibias la sangre y la esperanza.
Después del té, después del Pato Donald y no sé qué otros bichos haciendo disparates en la pantalla blanca, regresamos a casa.
Regresamos tres: Verónica, la caja de bombones y yo.
Todavía no era domingo, pero para mí ya había sido el día de la madre.
Un día con sol, con campanas, repleto de amor y de ternura.
Acabo de comerme el último bombón.
Los hice durar. No convidé a nadie.
Eran para mí, todos, todos.
Para mí sola.
Bombones, secreto, sorpresa y dos manos gordas amasando. Y yo tragándome mis primeras lágrimas de felicidad en el día de la madre.
Yo dentro de ella, de mi hija, bajando la escalera de la escuela con la caja forrada de rosa.
Yo bajando en ella la escalera, entregando el regalo y esperando, sin aliento, que mi mamá lo abriera, me abrazara y me besara.
Yo reviviendo en ella, resucitando en ella, rescatando en ella lo que perdí, apropiándome de lo que no tuve.
Ah... si a los hijos una nunca termina de agradecerles todo lo que nos dan: esa maravillosa posibilidad de volver a ser desde el principio, de recrearnos de nuevo, de regresar hacia atrás y encaminarnos siguiendo su ritmo, esgrimiendo su asombro y encontrando en nosotros, adentro de nosotros hasta... hasta la madre que perdimos.

Cuentos para Verónica
Poldy Bird

domingo, 20 de octubre de 2019

La maternidad

¿Recordáis, por ventura, los años de vuestra infancia? ¿Recordáis aquellas horas tranquilas en que libre el alma de pesares y el corazón de inquietudes, dejabais reposar vuestra cabeza en el regazo de una mujer? ¿Recordáis la ternura con que aquella mujer os acariciaba, estrechaba vuestras manos infantiles e imprimía sus labios en vuestra frente candorosa? ¿Recordáis cuántas veces enjugaba solícita vuestro llanto y os adormecía dulcemente al eco blanco de una balada de amor? ¡Oh, sí, lo recordáis! 
Los que tenemos la dicha de ver todavía a esa mujer sobre la tierra, la invocamos con cariño a todas horas. Su nombre está escrito en el corazón; es el nombre más tierno de cuantos encierra el diccionario. El nombre sólo de madre, nos representa a aquella mujer en cuyo seno bebimos el dulcísimo néctar de la vida; en cuyo regazo dejábamos reposar nuestra cabeza; aquella mujer que nos acariciaba; que oprimía entre las suyas nuestras manos; que enjugaba nuestro llanto; que nos mecía, en fin, en sus brazos, al eco blando de una balada de amor… 
¡Dichoso mil veces los que todavía podemos contemplarla con los ojos de la realidad! Vosotros lo que habéis perdido a vuestra madre, también podéis verla sin tenéis corazón y sentimiento. Podéis verla en el ensueño dorado de vuestra felicidad. Si el astro de la noche envía sobre la tierra su pálido resplandor, figuraos que el resplandor pálido del astro de la noche es la mirada tranquila y cariñosa que vuestra madre os dirige desde el cielo. 
Si a la caída de una tarde melancólica sentís en el valle un eco vago que se pierde a lo lejos, y que no es el canto de las aves, ni el murmurio de la fuente, arrodillaos: es el aleteo de la oración que por vosotros eleva vuestra madre. Si en noche apacible del estío acaricia vuestra frente una brisa consoladora, que no es la brisa de los campos no el hábito embalsamado de las flores, estremeceos de placer: es el beso de ternura que os envía vuestra madre. 
Aunque la muerte la arrebate, la madre no deja nunca de existir para vosotros los que tenéis corazón y sentimiento… 

Severo Catalina y del Amo 
“Cien Lecturas” pág. 240-241

Mi madre

No siempre el tiempo borra la hermosura
no la marchitan llanto y desengaños:
mi buena madre, ya agobiada de años,
más hermosa parece a mi ternura.

Todo: su acento, su mirar, su trato,
me toca el corazón tan dulcemente,
que si fuese pintor, constantemente
haría su retrato.

Mas, si el cielo mis ruegos escuchara,
no pidiera en verdad el don divino
de Rafael de Urbino
para exornar de resplandor su cara…

Trocar querría yo vida por
vida, darle en ofrenda mi vigor lozano:
verme yo convertido en un anciano
y a ella de dicha y juventud henchida.

Edmundo de Amicis 
“Cien Lecturas” pág. 156

jueves, 17 de octubre de 2019

El kacuy (El urutaú)

Vive en la selva un pájaro nocturno que al romper el silencio de las breñas, estremece las almas con su lúgubre canto. Esa ave tiene una historia; y es la tragedia de su origen lo que evoca su grito lastimero, ayeando entre las arboladas tenebrosas. 
En época muy remota, dicen las tradiciones indígenas, una pareja de hermanos habitaba su rancho en las selvas. Solos vivían desde la muerte de sus padres, sin que la comunidad de su sangre hubiese atenuado las diferencias de sus idiosincrasias antagónicas. Él era bueno; ella era cruel. Amábala el muchacho como pidiéndole ventura para sus horas huérfanas; pero ella acibaraba sus días con recalcitrante perversidad. Desesperado, abandonaba en ocasiones la choza, internándose en las marañar; y amainando el aislamiento sus iras, la mala apaciguaba hilando alguna vedija en la rueca o tramando una colcha en sus telares. Vagando él triste por las umbrías, pensaba en ella: las algarrobas más gordas, los mistoles más dulces, las más sazonadas tunas, llevábalas al rancho. 
Todo esto le costaba trabajo y pequeños dolores; pero ella, en cambio, mostrábase indiferente, como gozándose en sus penas… Volvió una tarde sediento, fatigado, tras un día de infructuosa pesquisa, pues, como reinaba la seca, estaban yermos y en escasez los campos. Sangrábale la mano porque al pretender agarrar una perdiz boleaba a lives y caída entre unas matas, pinchóle un uturuncu-huakachina, el cactus espinoso “que hace llorar al tigre”. Pidió entonces a su hermana un poco de hidromiel para beberla y otro de agua para restañarse los harponazos. 
Trajo ambas cosas, mas, en lugar de servírselas, derramó en su presencia la botijilla con agua y el tubo de miel. 
El hombre, una vez más, ahogó su desventura; pero, como al siguiente día le volcara la ollita donde se cocinaba el locro de su refrigerio matinal, la invitó para que le acompañase a un sitio no distante, donde había descubierto miel abundante de moro-moros. Su invitación encubría upalleros designios de venganza. 
No vistió su zamarra profesional, ni los guanteletes, no el sachasombrero, ni llevó la bocina de las meleadas porque juzgaba fácil la aventura. El árbol, un abuelo del bosque, era, sin embargo, de gigantesca talla. Cuando llegaron allí, la persuadió a que debían operar con cuidado, buscando beneficiarse del néctar sin destruir las abejas pequeñitas, pues se referían historias de meleros desaparecidos misteriosamente a manos de un dios invisible que protege las colmenas… Sobre la horqueta más alta hizo pasar su lazo; y preparó en un extremo, a guisa de columpio para que subiese su hermana, bien cubierta por el poncho, en defensa del enjambre ya alborotado por la maniobra. Tirando al otro extremo, a manera de corrediza palanca, la solivió en el aire, hasta llegar a la copa; y cuando ella se hubo instalado allá, sin descubrirse, él empezó a simular que ascendía por el tronco, desgajándolo a hachazos, mientras bajaba en realidad. Zafó después el lazo; y huyó sigilosamente… 
Presa quedaba en lo alto la infeliz. 
Transcurrieron instantes de silencio. 
Ella habló. 
Nadie le respondía… 
Como empezara a temer, solevantó la manta que la tapaba dejando apenas una rendija para espiar. El zumbido de los insectos la aturdió, pues el armado enjambre revolaba furioso en derredor, vibrante de alas y de trompas. Ese rumor confuso revelaba la profundidad del silencio. ¿Qué podría ser? No sospechaba la hora, ni el lugar. Ciega de horror y de coraje, se desembozó de súbito, así la acribillaran las moro-moros; y al descubrir el espacio, el vacío del vértigo la dominó… ¡Sola, sola, sola para siempre! 
Abandonada a semejante altura, sobre un tronco liso y largo sin otras ramas que ésas a las cuales se aferraban sus manos prietas en constreñir de nudo, espiaba para ver si el hermano reaparecía por ahí. La acometían deseos de arrojarse, pero la brusquedad del golpe amilanábala. No obstante, si perecía allá, quién sabe si los caranchos voraces no vendrían a saciarse en ella como en las osamentas de los animales que morían ignorados en el monte. 
 Mientras tanto la noche iba descendiendo en progresiva nitidez de sombra. El sol, hundiéndose tras de los árboles, la impresionó más soberbio que nunca, iluminando el enorme lomo del bosque con su claridad apacible y decorado el cielo de occidente por cosmogónicos esplendores. Luego vió aquella gran luz aguarse hasta disolverse toda en la noche, ¡noche sin astros para mayor desventura!… Nunca se le mostraron más pavoroso el cielo, ni más callada la breña. Viniéronle ansias locas de perderse en lo ignoto, de hender esa inmensidad de árboles y tinieblas o llenar el silencio de un solo grito. 
Mas, ahora, se le añuscaba la garganta muda y la lengua se le pegaba en la boca con sequedad de arcilla. 
Tiritaba como si el ábrego la azotase con su punzante frío y sentía el alma toda mordida por implacables remordimientos. Los pies, en el esfuerzo anómalo con que ceñían su rama de apoyo, fueron desfigurándose en garras de búho; la nariz y la uñas se encorvaban; y los dos brazos abiertos en agónica distención emplumecían desde los hombros a las manos. Dispnea asfixiante la estranguló; al verse, de pronto, convertida en ave nocturna, un ímpetu de valor arrancóla del árbol y la empujó a las sombras. 
Así nació el Kacuy, y la pena que se rompió en su garganta llamando a aquel hermano justiciero, es el grito de constricción que aún resuena sobre la noche de los bosques natales, gritando: 
-¡Turay… turay… turay!… 

Ricardo Rojas 
“Letras” pág. 214-217