miércoles, 30 de octubre de 2019

Hogar

No hay noticias. La anciana 
inútilmente espera en la ventana. 

¡Pasan días y meses! 
En este año los campos no han producido mieses.

No hay pan. En lontananza, 
la pobre madrecita cultiva su esperanza: 

-“Cuando vuelva, sin duda 
traerá puesta la cruz; sobre su frente ruda 
brillará la aureola de aquel primer encuentro… 
¡Ha de volver, es claro, mi buen batallador! 
Lo esperaré aquí dentro, 
para llorar en lo íntimo mi dolor y mi amor.” 

No hay noticias, no hay pan. La madrecita anciana 
inútilmente espera en la ventana… 

Mucho tiempo después, por la calle desierta 
regresaba un soldado; 
vió el ventanal vacío, el postigo cerrado, 
y un crespón en el tosco llamador de la puerta… 

Mario Bravo 
“Cien Lecturas” pág. 117

lunes, 28 de octubre de 2019

Los árboles

Si viajando alguna vez por llanuras interminables, bajo los rayos de un sol ardiente y sofocados por el calor, habéis divisado a lo lejos un árbol, una arboleda o un bosquecillo, es seguro que vuestro corazón se habrá sentido aliviado de la fatiga, ante la esperanza de hallaros muy pronto gozando de un grato descanso al amparo de la sombra. Y habréis mirado al árbol como a un viejo y buen amigo, siempre fiel y servicial. 
En efecto, los árboles nos prestan innumerables beneficios: nos dan su fruto para la alimentación; leña para nuestro hogar; maderas para nuestros muebles y para la construcción de casas, puentes, etc.; productos medicinales para conservar la salud y sombra para ampararnos contra los rigores del sol y la inclemencia de las tempestades. 
Ya los hombres de la antigüedad reconocieron las virtudes de los árboles, si bien no se cuidaron de protegerlos contra las devastaciones. Un proverbio árabe dice que un hombre no ha cumplido su misión en la tierra, “si no ha escrito un libro, o no tiene un hijo, o no planta un árbol.” Prueba esto que aun en los pueblos de civilización primitiva se amó a los árboles y se comprendió la importancia que tienen respecto de nuestra vida. 
Muchas especies de árboles son famosas; así los cedros del Líbano, con cuya madera el rey Salomón hizo construir en Jerusalén un templo magnífico; el sicomoro, árbol gigantesco que en los desiertos de África protege con su sombra a los que en ellos se aventuran; el ombú de nuestras pampas, que también sirve de asilo y amparo a los viajeros; el nogal de Italia, excelente para la fabricación de riquísimos muebles; el sándalo, de madera olorosa, muy estimado en el comercio de Oriente, desde tiempos remotos. 
Para honrar a las plantas, los griegos imaginaron una hermosa leyenda. Según ella, la diosa Ceres habría sido la iniciadora de los cultivos, enseñando a los hombres a arar la tierra e indicando los vegetales correspondientes a las distintas estaciones del año. El suelo, en un principio árido, adquirió así, según la leyenda, fecundidad, y la germinación de las semillas tuvo lugar gracias a la protección de aquella divinidad mitológica, que de este modo procuraba el bien del pueblo heleno, el cual, en reconocimiento de los dones recibidos, erigió un templo a la diosa. 
Pero no sólo el hombre sino todos los seres vivientes tienen motivos de gratitud para con los árboles, pues no se olvide que los animales hallan en ellos alimento y protección. Así, por ejemplo, no se concibe sin árboles la existencia de los pájaros. 
Es sabido, por otra parte, que los árboles atraen la lluvia, por lo que se explica que en las regiones cálidas la plantación de árboles sea afán primordial de los habitantes. 

“Cien Lecturas” pág. 196-198

Cerré el alma

Ya no dirás
hasta mañana , un beso.
No esperaré el abrazo inútilmente.
He borrado tus labios de mi frente
porque no era el amor de un hombre eso.
Entre los que se aman hay un leño ardiente
y me ofreces un fósforo apagado,
por eso escondí el rio que he llorado
y dije "terminó" sencillamente.
En mi lecho se acuesta el que me ama,
no el que no tiene donde descansar...
no es lugar para amigos una cama...
No entendí el retaceo de tu llama.
Te eché.
Cerré la puerta.
Cerré el alma.

Poldy Bird

sábado, 26 de octubre de 2019

La palabra

Sin la palabra no hay sociedad, y sin sociedad el hombre vale menos que el animal. No tenemos el instinto del pájaro, para buscar y entretejer con espartos, ramillas y lana, un pobre nido; está muy lejos de nosotros aquel instinto saber del castor, que en invierno fabrica su casa, defendiéndola de inundaciones; somos, en este punto, menos aún que la diminuta hormiga, amaestrada en el arte de ahondar el suelo para establecer allí asilo y trojes para sí y sus compañeras. 
Sin el vínculo de la voz, el trabajo de un hombre sería tal vez inútil para otro, que lo destruiría por ignorancia, y pasarían siglos y siglos y viviríamos en los huecos de las peñas o, a la más, en chozas salvajes. Por la palabra sabe el hombre que fueron los que vivieron antes, y quien los crió y que debe ser él, y unido el caudal de saber y de trabajo de este hombre y aquel, y el de la generación que precede con el de la que sigue –unas heredan a otras–, sabe más, y ejecuta más, y merece más y también goza más el que mejor sabe aprovechar la inteligencia herencia que ha recibido. El habla es la defensa, el respeto, la dulzura, la ley, el bien de la vida del ser que piensa. 

Hartzenbusch
“El hogar de todos” pág. 63

viernes, 25 de octubre de 2019

Los vientos

Simún o tempestad, soplo errabundo, 
verbo grandioso, formidable empuje, 
lleva en voz el viento, cuando muge, 
todo el eterno diapasón del mundo. 

Como los niños, llora gemebundo, 
o con la voz de los leones ruge: 
y, si en la entraña de los montes cruje, 
tiene la queja del dolor profundo. 

En las cuerdas de hierro de una reja 
vibra, y errantes músicas semeja; 
y cuando el mar a sus impulsos late, 

remedan un combate sus rumores, 
y resuenan clarines y atambores 
sobre el fragor inmenso del combate. 

Ricardo Rojas 
“Letras” pág. 261

miércoles, 23 de octubre de 2019

El manantial

En un caluroso día de verano, tres viajeros se reunieron junto a un fresco manantial. 
Este se encontraba al lado del camino; rodeábanle algunos árboles y fino y húmedo césped; el agua, pura como una lágrima, caía en un recipiente naturalmente hecho en la piedra, luego se vertía para esparcirse por la pradera. 
Los viajeros descansaron a la sombra de aquellos árboles y bebieron agua del manantial. 
Junto a él vieron una piedra sobre la que se leían estas palabras: 
“Pareceos a este manantial.” 
Los peregrinos leyeron la inscripción; después se preguntaron su significado. 
-Es buen consejo, -dijo uno de ellos, comerciante- El arroyo corre sin cesar, va lejos, recibe agua de otros y se hace un gran río. Así, el hombre debe imitarle ocupándose de sus asuntos, y siempre triunfará y conseguirá riquezas. 
-No, -dijo el segundo viajero, un joven.- A mi entender, esa inscripción significa que el hombre debe preservar su alma de los malos instintos, de los deseos malos; su alma debe estar tan pura como el agua de este manantial. Actualmente, esta agua da fuerza a los que, como nosotros, se detienen para beber; si hubiese atravesado el universo, si el agua estuviera turbia, ¿qué utilidad tendría? ¿quién la querría beber? 
El tercer viajero, que era anciano, sonrió y dijo: 
-Este joven tiene razón. El manantial, dando de beber a los sedientes, enseña al hombre a practicar el bien indistintamente, sin esperar recompensas, sin contar con el agradecimiento. 

Tolstoy 
“El Adulto” pág. 47-48

En la pampa

Sobre la inmensa soledad dormida,
salvando el mar ondeante de verdura,
va el centauro pastor de la llanura
como flecha de un arco desprendida.

Da a la tarde postrera despedida;
parece la delicia y la amargura
de salvaje existencia de aventura
arrebatar en su violenta huída.

Y cuando el sol el horizonte encierra
tras el linde lejano de la tierra,
en él, vertiginoso, es una sombra

rauda volando cual visión de un mito,
que, trascendiendo de la herbosa alfombra,
fuese a seguir el astro en lo infinito…
Ángel de Estrada
“Letras” pág. 186

martes, 22 de octubre de 2019

Por la Pampa

Tres días de camino bajo un sol calcinante,
un sol que no conoce la clemencia europea…
A pie, junto a la vieja carreta rechinante,
el pobre “gringo” evoca visiones de su aldea.

El vago remolino que alzó un viento inconstante,
le rememora cosas de su triste odisea,
y hay llanto en las pupilas del mísero inmigrante,
un llanto de añoranza por esa eterna idea.

Los tardos bueyes siguen su marcha lentamente
y gime la carreta la cántiga doliente
de la pampa monótona, inmensa como el mar…

Y a su lado, vencido por la honda añoranza,
el inmigrante marcha y adivinar no alcanza
si tendrá ese camino un fin y él, otro hogar…

Juan Más y Pi 
“Cien Lecturas” pág. 104 

lunes, 21 de octubre de 2019

Mi día de la madre

Desde que yo me acuerdo, para mí el día de la madre siempre fue comprar un ramo de flores y llevarlo al cementerio. Las tres hermanitas vestidas iguales, frente a la tumba, rezando un padre nuestro, un avemaría y un gloria, persignándonos, y luego espiando el sol, que se descolgaba entre el grave follaje. Mirar las calas, los lirios tan tristes, en otras sepulturas, y volver a detener los ojos en las alverjillas rosadas que tanto le gustaban a mi madre.
También le gustaban los aromos y las rosas –eso nos decían siempre–.
Los otros chicos compraban cosas menos líricas: bombones, planchas, adornos para la casa, un corte de género. Cosas que no se marchitaban enseguida, cosas con menos color y sin el perfume de nuestras flores, pero que eran entregadas a dos manos tibias, inquietas, embarullándose de ansiedad al desatar los moños del paquete.
Dos manos y enseguida una voz haciendo una exclamación de sorpresa. Y después de la voz los ojos, un par de ojos brillantes, orgullosos, húmedos...
A mí me gustaban más las alverjillas que las planchas, pero hubiera querido tener una madre en el día de la madre, aunque hubiese tenido que regalarle una plancha.
Después, las tres crecimos. Ya no íbamos vestidas iguales ni juntas a llevar las flores de octubre. Y los años me borraron la costumbre de hacerlo, ¡me ponen tan tristes los cementerios! Hasta el año pasado también me ponían triste los días de la madre.
Hasta el año pasado... porque este año fue distinto.
En el papelito que Verónica trajo de la escuela decía que el sábado nos reunirían a las madres de todos los alumnos a las cinco de la tarde. Habría un té y cada una debía llevar algo.
Yo compré unos sándwiches y le puse a Verónica su hebilla blanca en el pelo. Estaba contenta, anhelante.
—Hicimos un regalo —me dijo—, una sorpresa.
—¿Qué es?
—Un paquete con una tarjeta.
—¿Y adentro?
—Es un secreto, no se puede decir...
Me asombré de que pudiera callar. Me asombré, yo que nunca puedo guardar un regalo para entregarlo el día establecido porque la ansiedad de darlo me consume.
De la mano, las dos entramos en el aula de Jardín de Infantes. Ya había otras madres y otros chicos. Ya había un barullo de voces infantiles entremezcladas con el cotorreo de las mujeres.
Las maestras repartían las masas y las tortas; los niños corrían de un lado para otro, comentando que “arriba” darían dibujitos animados con un proyector de cine. De pronto, los alumnos fueron llamados por la directora y subieron la escalera al trotecito; al rato empezaron a bajar. Los más chiquitos primero. Las mejillas coloradas, los delantales almidonados, una caja forrada de rosa sostenida por manitas regordetas y blandas.
Cada uno se acercó a su mamá y le tendió la ofrenda.
Mi Verónica me la entregó con los ojos azorados, la respiración entrecortada, conteniéndose para no darle un manotazo a la cinta brillante que adornaba la tarjeta.
—Es para vos —me dijo—, abrilo.
Destapé la caja y un montón de bombones dudosamente redondos, dudosamente perfectos, recubiertos con una fina ralladura de chocolate y metidos en delicadas corolas de papel plisado, me llenaron los ojos.
—Los hice yo, con mis manos, así... como cuando juego con plastilina...
Ella, con sus manos regordetas, con sus manos con las uñas casi siempre sucias de arena, de tierra, de acuarela.
—Comelos —exigió.
Me puse uno en la boca. Dulce. Mastiqué despacio. Dulce. Dulce hasta que se encontró con mis lágrimas en la mitad de la garganta. Y lo tragué junto con ellas. Porque no podía llorar allí.
Porque no podía agradecer su primer regalo con ese llanto que me inundaba toda.
Entonces sonreí y la abracé, la besé, le acomodé el flequillo –por hacer algo– y la tuve un rato sentada sobre mis rodillas.
La imaginé amasando los bombones, dándoles esa forma redonda, simple, elemental.
La imaginé guardando el secreto, esperando el momento de poder revelarlo. Y se me pusieron tibias la sangre y la esperanza.
Después del té, después del Pato Donald y no sé qué otros bichos haciendo disparates en la pantalla blanca, regresamos a casa.
Regresamos tres: Verónica, la caja de bombones y yo.
Todavía no era domingo, pero para mí ya había sido el día de la madre.
Un día con sol, con campanas, repleto de amor y de ternura.
Acabo de comerme el último bombón.
Los hice durar. No convidé a nadie.
Eran para mí, todos, todos.
Para mí sola.
Bombones, secreto, sorpresa y dos manos gordas amasando. Y yo tragándome mis primeras lágrimas de felicidad en el día de la madre.
Yo dentro de ella, de mi hija, bajando la escalera de la escuela con la caja forrada de rosa.
Yo bajando en ella la escalera, entregando el regalo y esperando, sin aliento, que mi mamá lo abriera, me abrazara y me besara.
Yo reviviendo en ella, resucitando en ella, rescatando en ella lo que perdí, apropiándome de lo que no tuve.
Ah... si a los hijos una nunca termina de agradecerles todo lo que nos dan: esa maravillosa posibilidad de volver a ser desde el principio, de recrearnos de nuevo, de regresar hacia atrás y encaminarnos siguiendo su ritmo, esgrimiendo su asombro y encontrando en nosotros, adentro de nosotros hasta... hasta la madre que perdimos.

Cuentos para Verónica
Poldy Bird

domingo, 20 de octubre de 2019

La maternidad

¿Recordáis, por ventura, los años de vuestra infancia? ¿Recordáis aquellas horas tranquilas en que libre el alma de pesares y el corazón de inquietudes, dejabais reposar vuestra cabeza en el regazo de una mujer? ¿Recordáis la ternura con que aquella mujer os acariciaba, estrechaba vuestras manos infantiles e imprimía sus labios en vuestra frente candorosa? ¿Recordáis cuántas veces enjugaba solícita vuestro llanto y os adormecía dulcemente al eco blanco de una balada de amor? ¡Oh, sí, lo recordáis! 
Los que tenemos la dicha de ver todavía a esa mujer sobre la tierra, la invocamos con cariño a todas horas. Su nombre está escrito en el corazón; es el nombre más tierno de cuantos encierra el diccionario. El nombre sólo de madre, nos representa a aquella mujer en cuyo seno bebimos el dulcísimo néctar de la vida; en cuyo regazo dejábamos reposar nuestra cabeza; aquella mujer que nos acariciaba; que oprimía entre las suyas nuestras manos; que enjugaba nuestro llanto; que nos mecía, en fin, en sus brazos, al eco blando de una balada de amor… 
¡Dichoso mil veces los que todavía podemos contemplarla con los ojos de la realidad! Vosotros lo que habéis perdido a vuestra madre, también podéis verla sin tenéis corazón y sentimiento. Podéis verla en el ensueño dorado de vuestra felicidad. Si el astro de la noche envía sobre la tierra su pálido resplandor, figuraos que el resplandor pálido del astro de la noche es la mirada tranquila y cariñosa que vuestra madre os dirige desde el cielo. 
Si a la caída de una tarde melancólica sentís en el valle un eco vago que se pierde a lo lejos, y que no es el canto de las aves, ni el murmurio de la fuente, arrodillaos: es el aleteo de la oración que por vosotros eleva vuestra madre. Si en noche apacible del estío acaricia vuestra frente una brisa consoladora, que no es la brisa de los campos no el hábito embalsamado de las flores, estremeceos de placer: es el beso de ternura que os envía vuestra madre. 
Aunque la muerte la arrebate, la madre no deja nunca de existir para vosotros los que tenéis corazón y sentimiento… 

Severo Catalina y del Amo 
“Cien Lecturas” pág. 240-241

Mi madre

No siempre el tiempo borra la hermosura
no la marchitan llanto y desengaños:
mi buena madre, ya agobiada de años,
más hermosa parece a mi ternura.

Todo: su acento, su mirar, su trato,
me toca el corazón tan dulcemente,
que si fuese pintor, constantemente
haría su retrato.

Mas, si el cielo mis ruegos escuchara,
no pidiera en verdad el don divino
de Rafael de Urbino
para exornar de resplandor su cara…

Trocar querría yo vida por
vida, darle en ofrenda mi vigor lozano:
verme yo convertido en un anciano
y a ella de dicha y juventud henchida.

Edmundo de Amicis 
“Cien Lecturas” pág. 156

jueves, 17 de octubre de 2019

El kacuy (El urutaú)

Vive en la selva un pájaro nocturno que al romper el silencio de las breñas, estremece las almas con su lúgubre canto. Esa ave tiene una historia; y es la tragedia de su origen lo que evoca su grito lastimero, ayeando entre las arboladas tenebrosas. 
En época muy remota, dicen las tradiciones indígenas, una pareja de hermanos habitaba su rancho en las selvas. Solos vivían desde la muerte de sus padres, sin que la comunidad de su sangre hubiese atenuado las diferencias de sus idiosincrasias antagónicas. Él era bueno; ella era cruel. Amábala el muchacho como pidiéndole ventura para sus horas huérfanas; pero ella acibaraba sus días con recalcitrante perversidad. Desesperado, abandonaba en ocasiones la choza, internándose en las marañar; y amainando el aislamiento sus iras, la mala apaciguaba hilando alguna vedija en la rueca o tramando una colcha en sus telares. Vagando él triste por las umbrías, pensaba en ella: las algarrobas más gordas, los mistoles más dulces, las más sazonadas tunas, llevábalas al rancho. 
Todo esto le costaba trabajo y pequeños dolores; pero ella, en cambio, mostrábase indiferente, como gozándose en sus penas… Volvió una tarde sediento, fatigado, tras un día de infructuosa pesquisa, pues, como reinaba la seca, estaban yermos y en escasez los campos. Sangrábale la mano porque al pretender agarrar una perdiz boleaba a lives y caída entre unas matas, pinchóle un uturuncu-huakachina, el cactus espinoso “que hace llorar al tigre”. Pidió entonces a su hermana un poco de hidromiel para beberla y otro de agua para restañarse los harponazos. 
Trajo ambas cosas, mas, en lugar de servírselas, derramó en su presencia la botijilla con agua y el tubo de miel. 
El hombre, una vez más, ahogó su desventura; pero, como al siguiente día le volcara la ollita donde se cocinaba el locro de su refrigerio matinal, la invitó para que le acompañase a un sitio no distante, donde había descubierto miel abundante de moro-moros. Su invitación encubría upalleros designios de venganza. 
No vistió su zamarra profesional, ni los guanteletes, no el sachasombrero, ni llevó la bocina de las meleadas porque juzgaba fácil la aventura. El árbol, un abuelo del bosque, era, sin embargo, de gigantesca talla. Cuando llegaron allí, la persuadió a que debían operar con cuidado, buscando beneficiarse del néctar sin destruir las abejas pequeñitas, pues se referían historias de meleros desaparecidos misteriosamente a manos de un dios invisible que protege las colmenas… Sobre la horqueta más alta hizo pasar su lazo; y preparó en un extremo, a guisa de columpio para que subiese su hermana, bien cubierta por el poncho, en defensa del enjambre ya alborotado por la maniobra. Tirando al otro extremo, a manera de corrediza palanca, la solivió en el aire, hasta llegar a la copa; y cuando ella se hubo instalado allá, sin descubrirse, él empezó a simular que ascendía por el tronco, desgajándolo a hachazos, mientras bajaba en realidad. Zafó después el lazo; y huyó sigilosamente… 
Presa quedaba en lo alto la infeliz. 
Transcurrieron instantes de silencio. 
Ella habló. 
Nadie le respondía… 
Como empezara a temer, solevantó la manta que la tapaba dejando apenas una rendija para espiar. El zumbido de los insectos la aturdió, pues el armado enjambre revolaba furioso en derredor, vibrante de alas y de trompas. Ese rumor confuso revelaba la profundidad del silencio. ¿Qué podría ser? No sospechaba la hora, ni el lugar. Ciega de horror y de coraje, se desembozó de súbito, así la acribillaran las moro-moros; y al descubrir el espacio, el vacío del vértigo la dominó… ¡Sola, sola, sola para siempre! 
Abandonada a semejante altura, sobre un tronco liso y largo sin otras ramas que ésas a las cuales se aferraban sus manos prietas en constreñir de nudo, espiaba para ver si el hermano reaparecía por ahí. La acometían deseos de arrojarse, pero la brusquedad del golpe amilanábala. No obstante, si perecía allá, quién sabe si los caranchos voraces no vendrían a saciarse en ella como en las osamentas de los animales que morían ignorados en el monte. 
 Mientras tanto la noche iba descendiendo en progresiva nitidez de sombra. El sol, hundiéndose tras de los árboles, la impresionó más soberbio que nunca, iluminando el enorme lomo del bosque con su claridad apacible y decorado el cielo de occidente por cosmogónicos esplendores. Luego vió aquella gran luz aguarse hasta disolverse toda en la noche, ¡noche sin astros para mayor desventura!… Nunca se le mostraron más pavoroso el cielo, ni más callada la breña. Viniéronle ansias locas de perderse en lo ignoto, de hender esa inmensidad de árboles y tinieblas o llenar el silencio de un solo grito. 
Mas, ahora, se le añuscaba la garganta muda y la lengua se le pegaba en la boca con sequedad de arcilla. 
Tiritaba como si el ábrego la azotase con su punzante frío y sentía el alma toda mordida por implacables remordimientos. Los pies, en el esfuerzo anómalo con que ceñían su rama de apoyo, fueron desfigurándose en garras de búho; la nariz y la uñas se encorvaban; y los dos brazos abiertos en agónica distención emplumecían desde los hombros a las manos. Dispnea asfixiante la estranguló; al verse, de pronto, convertida en ave nocturna, un ímpetu de valor arrancóla del árbol y la empujó a las sombras. 
Así nació el Kacuy, y la pena que se rompió en su garganta llamando a aquel hermano justiciero, es el grito de constricción que aún resuena sobre la noche de los bosques natales, gritando: 
-¡Turay… turay… turay!… 

Ricardo Rojas 
“Letras” pág. 214-217

miércoles, 16 de octubre de 2019

Máximas de Epicteto

  1. ¿Quieres no ver contrariados tus deseos? Pues no desees otras cosas que las que de ti dependan. 
  2. No depende de ti ser rico, pero sí ser dichoso. Las riquezas mismas no son siempre un bien, y ciertamente son poco duraderas; pero la felicidad que emana de la sabiduría es eterna. 
  3. Si hay un arte de bien hablar, hay así mismo un arte de escuchar bien. 
  4. Un médico visita a un enfermo y le dice: “Tenéis fiebre, absteneos por hoy de tomas alimentos y no bebáis más que agua”. El enfermo le cree, le da las gracias y le paga. Un sabio dice a un ignorante: “Vuestros deseos son desenfrenados, vuestros temores son bajos y serviles; profesáis falsas ideas”. El ignorante monta en cólera y se siente herido en su amor propio. ¿De que nace esta diferencia? De que el enfermo conoce su mal y el ignorante no. 
  5. ¿Crees que te llamaré laborioso aun cuando emplees las noches enteras a estudiar, en leer? No, sin duda; quiero antes saber a qué refieres ese estudio y aplicas ese trabajo. Porque no llamo laborioso al hombre que vela toda la noche para ver su prometida: digo que es enamorado. Si velas por tu gloria, te llamaré interesado; pero si velas para cultivar y para formar tu razón y para acostumbrarte a obedecer a la naturaleza y a cumplir tus deberes, entonces solamente te llamaré laborioso, porque este es el único trabajo digno de hombre. 
  6. La felicidad no consiste en adquirir y en gozar de lo adquirido, sino en no desear, porque consiste en ser libre. 
  7. Cuando hagas alguna cosa después de estar seguro de que es tu deber, no evites el ser visto, aunque el vulgo forme de ti falsos juicios; porque si la acción es mala, no debes realizarla, y si es buena, no debe importarte que la condenen los malos. 

“Cien Lecturas” pág. 120-121

Epicteto

Sin duda es la vida una lucha continuada, en la que cada individuo triunfa o cae vencido, según las aptitudes que posee soportar la mala fortuna, las enfermedades del cuerpo y los padecimientos del espíritu. Por eso es necesario que el hombre busque su mejoramiento en el estudio y en la perfección, pues de tal manera sabrá contrarrestar los infortunios, esforzándose en acrecentar su dicha, sin ambiciones y sin envidia por el bien ajeno. 
De este o parecido modo pensaban en la antigüedad cierta especie de filósofos, llamados estóicos. Desdeñaban los honores y las riquezas y sufrían serenamente el dolor, considerando que la mayor sabiduría consiste en no acobardarse ante los males que nos aflijan y en no desmayar en presencia de las adversidades. 
El más notable de todos fue Epicteto, quien vivió en el siglo I de la era cristiana, bajo el reinado de Nerón, aquel terrible emperador que incendió a Roma. 
Epicteto era esclavo de un cortesano, y mientras servía a su amo en las ocupaciones domésticas, dedicóse al estudio de la filosofía, alcanzando a descollar entre los más grandes pensadores de la humanidad. Ciertamente nada dejó escrito; pero sus discípulos recogieron las lecciones del maestro y merced a ellos han llegado hasta nosotros las máximas de aquel sabio. 
Refiérese de Epicteto que en una ocasión el amo le sometió a tormento, torciéndole la pierna. –“Me la van a romper”, - decía Epicteto. En efecto, así ocurrió, y el amo y los esclavos que no deseaban causarle un daño semejante, quedaron atónitos. El filósofo dijo entonces: “Estaba diciéndoles que me romperían, y no quisieron creerlo”. Y sin más quejas soportó el dolor. 
Epicteto enseñaba que el fin de la vida es la perfección de nuestro espíritu, la que solo se consigue imitando las acciones de los hombre virtuosos, cumpliendo lealmente nuestros deberes, cultivando la amistad noblemente y no dejándonos arrastrar por las pasiones mezquinas. 
En la lección siguiendo el estudiante hallará una serie de máximas de Epicteto. Leyéndolas comprenderá claramente la sabiduría de aquel hombre, tanto más meritorio si recordamos la triste servidumbre a que vivió sometido. ¡Cuántos poderosos, sin embargo, no envidiarían la gloria imperecedera del esclavo filósofo! 

“Cien Lecturas” pág. 118-119

lunes, 14 de octubre de 2019

Las flores

¿Quién no ha admirado un jardín? ¿Quién no se ha detenido junto a un parque donde ostentan sus múltiples galas las más variadas y preciosas flores? Más aún: el que haya tenido la oportunidad de atravesar los campos durante la primavera y el verano, habrá podido observar en medio de la grama una multitud de puntos coloreados: son las florecillas que adornan el paisaje de la campiña. Y una más atenta observación habrá descubierto, sin duda, numerosos árboles floridos; ora los frutales de cultivo, como el duraznero y el naranjo; ora los silvestres, que también florecen antes de fructificar, pues como es sabido, del seno de las flores nacerán luego el fruto y las semillas. 
Las flores constituyen un hermoso don de la naturaleza; los colores que lucen son infinitos y el pintor más hábil no lograría imitarlo con precisión; las formas de las corolas y la disposición de los pétalos son tan caprichosas en su variedad, que examinándolas nos hallamos siempre en presencia de bellezas que admirar y de matices singulares que no habríamos imaginado. 
¿Y qué diremos del perfume? También éste varía al infinito, desde la suavísima fragancia apenas perceptible para el olfato, hasta el aroma fuerte y penetrante, a veces desagradable. Muchas flores, sin embargo, carecen de perfume, o por lo menos nuestros sentidos no alcanzan a percibirlo. 
El color de las flores obedece a una ley natural de defensa y de conservación de las plantas. Merced a él son atraídas las aves y los insectos sobre las corolas, lo que facilita la propagación del polen, que a poblar el suelo con nuevas plantas. En efecto, el ave y el insecto, especialmente las mariposas y las abejas, al posarse en las flores para libar el néctar, mueven y desparraman el polen, que el viento se encarga de esparcir, o bien ellas mismas conducen a otras flores, en sus patitas y en sus trompas, operación que facilita la fecundación y multiplicación de las especies vegetales. 
Aparte el placer que ofrecen al espíritu mediante su aroma y la armonía y belleza de sus colores, las flores prestan grandes utilidades en la industria de la perfumería y en la medicina. 
La jardinería moderna ha realizado prodigios en el cultivo de las flores, produciendo nuevos tipos, admirables por la combinación de los matices. 
Las más vistosas y fragantes son oriundas de los climas cálidos; pero las regiones frías también poseen las suyas características. Algunas son simbólicas, como la del loto, la del cerezo y la del almendro, muy estimadas entre los japoneses, que les rinden respetuosa veneración. Hay otras flores que caracterizan las estaciones, siendo notable ejemplo la del duraznero, que anuncia los días templados y luminosos de la primavera. 
Poblar de flores los huertos y las ventanas es una manera de embellecer la vida y de cultivar la bondad del corazón. 

“Cien Lecturas” pág. 46-48

domingo, 13 de octubre de 2019

El cigarro

En la cresta de una loma
se alza un ombú corpulento,
que alumbra el sol cuando asoma
y bate si sopla el viento:

Bajo sus ramas se esconde
un rancho de paja y barro,
mansión pacífica, donde
fuma un viejo su cigarro.

En torno los nietos mira,
y con labios casi yertos:
“¡Feliz –dice- quien respira
El aire de los desiertos!

“Pueda, al fin, aunque en la fuente
aplaque mi sed sin jarro,
entre mi prole inocente
fumar en paz mi cigarro.

“Que os mire crecer contentos
el ombú de vuestro abuelo,
tan libres como los vientos
y sin más Dios que el del cielo.

“Tocar vuestra mano tema
del rico el dorado carro:
a quien lo toca, hijos, quema
como el fuego del cigarro.

“No siempre movió en mi frente
el pampero fría cana;
el mirar mío fue ardiente,
mi tez rugosa, lozana;

“La fama en tierras ajenas
me aclamó noble y bizarro;
pero ya, ¿qué soy? Apenas
la ceniza de un cigarro.

“Por la patria fui soldado
y seguí nuestras banderas,
hasta el campo ensangrentado
de las altas cordilleras.

“Aún mi huella está grabada
en la tumba de Pizarro.
Pero ¿qué es la gloria? Nada;
es el humo de un cigarro.

“¿Qué me dejan de sus huellas
la grandeza y los honores?
por la paz hondas querellas,
los abrojos por las flores:

“La patria al que ha perecido
desprecia como un guijarro…
como yo arrojo y olvido
el pucho de mi cigarro.

“Las horas vivid sencillas
sin correr tras la tormenta:
no dobléis vuestras rodillas
sino al Dios que nos alienta.

“No habita la paz más casa
que el rancho de paja y barro;
gozadla, que todo pasa,
y el hombre, como un cigarro.”

Florencio Balcarce
“Letras” pág. 184-186

El perro

El perro, fiel al hombre, conservará siempre parte de su dominio, un grado de superioridad sobre los demás animales; él mismo reina a la cabeza del rebaño, del que se hace oír mejor que la voz del pastor: la seguridad, el orden y la actividad; es un pueblo que le está sometido, que conduce, que protege, y contra el cual jamás emplea la fuerza sino para mantener la paz. Pero en la guerra contra los animales enemigos, es cuando brilla sobre todo su valor y se despliega toda entera su inteligencia. 
El perro semihundido 
Francisco José de Goya y Lucientes
 Museo del Prado, Madrid
El perro, además de la belleza de su forma y de su vivacidad, fuerza y ligereza, tiene en el más alto grado todas las cualidades interiores que pueden atraerle el cariño del hombre. Un natural ardiente, colérico, aun feroz y sanguinario, que en el perro salvaje infunde recelos a todos los animales, cede en el perro doméstico a los sentimientos más cariñosos, al placer de apegarse y agradar. Viene arrastrándose a poner a los pies de su dueño su valor, su fuerza, sus habilidades; aguarda sus órdenes para ejecutarlas; le consulta, le interroga, le suplica; basta con una mirada, pues comprende los signos de su voluntad. Sin tener como el hombre la luz del pensamiento, tiene todo el calor del sentimiento; posee en mayor grado que éste la fidelidad, la constancia en sus afecciones; él es todo celo, todo ardor, y todo obediencia. Más sensible al recuerdo de los buenos oficios que al de los ultrajes, no se desalienta a causa de los malos tratos; los sufre, los olvida, o los recuerda únicamente para apegarse más; lejos de irritarse o huir, se expone de por sí a nuevas pruebas: lame esa mano, instrumento de dolor, que acaba de pegarle, no oponiéndole más que quejidos, y desarmándola con su resignación y rendimiento. 

Jorge Luis Buffon 
“Cien Lecturas” pág. 220-221

viernes, 11 de octubre de 2019

Corrientes (fragmento)

Como a reina, los tributos
de comarcas apartadas
tres corrientes esmaltadas
van sus dones a llevar.
El Bermejo da a su manto
viva púrpura, al vestido
todo el oro que escondido
en la sierra halló al bajar.
El Paraguay trae los cedros
de sus bosques primorosos,
y de pájaros hermosos
plumas de vario matiz.
También lleva a su corona
que al pasar, le dan galantes
con sus flores, los diamantes
los arroyos del Brasil.
Mas el paso les disputa,
lucha y vence poderoso,
y sus perlas da gozoso
a su reina, el Paraná.
Ella acepta complacida
de los tres rico presente,
mas a éste sólo consiente
su diestra y su pie besar.
El Paraná desde entonces
da su nombre a los vencidos
y a su carro van uncidos
el Bermejo y Paraguay.
Hasta que, entrando en el Plata,
depone su gesto osado,
viendo rodar a su lado
las ondas del Uruguay.
Cuando el sol su rayo intenso
clava en tu faz sin recelo,
son los vapores tu velo,
son los bosques tu dosel.
Los aromos y naranjos
te dan perfumes suaves
y su música las aves
volando en torno a tu sien.
Es el musgo blanco lecho
a tu cuerpo si reposas,
son tu almohada frescas rosas,
es tu baño el Paraná;
y si buscas presuntuosa
de tu imagen el reflejo,
ahí la tienes, en tu espejo:
la laguna de Iberá.

José M. Zuviría. 
“Letras” pág. 210

jueves, 10 de octubre de 2019

La hormiga de corrección

Una noches, hallándonos comiendo en una casa de Tacurú-Pucú (Misiones), sentimos un inusitado tropel de ratones por el techo, y vimos caer unas cucarachas y grillos sobre la mesa; inmediatamente corrió el grito: “¡La corrección!, ¡la corrección!”, y todos salimos afuera. 
Un inmenso ejército de hormiguitas había invadido la casa por un costado y avanzaba amenazador, sin que nada le detuviese, recorriéndolo todo, y continuamente percibíamos el ruido de algún cuerpo que desde el techo caía: cucaracha, grillo, araña, etcétera. 
Aquel bochinche diminuto, que debería ser terrible con un micrófono, aumentaba; parecía una ciudad tomada por asalto; las horribles hormigas, en masas compactas, subían, bajaban, lo registraban todo en su marcha, y ¡ay del animal que encontraban por delante!: miles se le prendían en las patas, en el cuerpo, en la cabeza, por todo, mordiéndolo con furor. 
Aquella avalancha liliputiense era inexorable, limpiaba y seguía limpiando de huéspedes incómodos. 
Una hora después, el ejército abandonaba la plaza conquistada, para empezar en otra su tarea benéfica. Tuvimos suerte, porque si nos agarra en cama, hubiéramos debido necesariamente escapar en paños menores. 
Allí dicen que si el hombre no se mueve mientras la corrección le pasa por encima, no lo muerden; pero ¿Quién puede resistir impasible aquella cosquilla sombría de miles de hormigas que durante un cuarto de hora se divierten en pasearse por el cuerpo, por la cara, por el pelo, etc.? Se necesitaría tener no sólo sangre de pato, sino también ausencia completa de sensibilidad en la piel. 
Muchas personas, cuando encuentran la hormiga de corrección, la convidan para que pase por sus casas para que las limpie; algunos lo hacen en versos como estos: 

Hormiguitas, hormiguitas, 
pasen por casa juntitas, 
para limpiar los rincones 
que están llenos de ratones.” 

Y aseguran que la corrección acepta la invitación y pronto se aparece en la casa a prestar sus servicios. 
Otros, por el contrario, creyéndolas inútiles, y por evitarse el fastidio de tener que saltar de la cama a deshoras de la noche, rodean la casa con ceniza, o, cuando las encuentran, hacen una cruz delante de ellas, en el suelo. 
Lo cierto es que una vez que se retiran, dejando la casa sin bichos, no se puede cantar victoria, porque los fugitivos, pasado el peligro, vuelven a ocupar sus puestos de costumbres. 

Juan B. Ambrosetti 
En: Letras p. 161-162

miércoles, 9 de octubre de 2019

El juego del pato (costumbres de antaño)

Reuníanse en una pulpería tres o cuatrocientos criollos, y a veces doble o triple número, todos en buenos caballos, bien aperados y luciendo sus mejores prendas. Los más conceptuados por su valor en las pelas a cuchillo, los más forzudos en los trabajos de campo, los que ostentaban mejores corceles y más lucientes chapeados, formaban el centro de aquella reunión y decidían pedir el pato al pulpero. El pato, un verdadero pato casero, y, a falta de este palmípedo, un gallináceo cualquiera metido muerto dentro de un saco de piel cerrado por cuatro manijas corredizas, constituía el objeto sobre el cual se iba a probar la fuerza de los jugadores. Bien montados, firmes en los estribos, agrupaban las ancas de los cuatro caballos y cada uno de los jinetes agarraba con la diestra una de las manijas, tomando las riendas en alto con la mano izquierda, para no apoyarla en el apero. 
De este modo, toda la resistencia estaba en los estribos. Cada uno de los jugadores tiraba en su dirección con todas las fuerzas, picando los caballos con las espuelas o animándolos con la palabra. Aquellos brazos se estiraban en una tensión hercúlea, los jinetes se enardecían, y, cuando ya parecía que los tendones iban a estallar o a salirse el hombre del caballo, una mano se abría y soltaba la presa; luego una segunda, y después de un nuevo esfuerzo, el tercer brazo caía también y el pato quedaba en poder del vencedor. Un ¡viva! estruendoso lo saludaba; pero éste no era más que el principio de la victoria.
Arrebatado el trofeo, cerraba las espuelas a su caballo y, llevándose todo por delante, se lanzaba a la carrera hacia el rancho más próximo, si no se dirigía hacia otra pulpería lejana. Detrás del vencedor volaban todos los quinientos o mil gauchos allí reunidos, para quitarle el pato. Si algún jinete alcanzaba a tomar de las manijas que debían ir flotantes, tenía que luchar a la carrera y defenderlo contra éste y contra todos los que lo seguían dando alaridos salvajes y haciendo retumbar la tierra como una tromba. Si el vencedor llegaba a la casa elegida por meta, sin perder el pato, lo arrojaba al patio y ya se declaraba victorioso, quedando establecido que tenía el brazo más potente y el caballo más veloz. La familia del rancho o de la pulpería donde se arrojaba el saco, tenía el deber de quitar el ave muerta y poner otra en su lugar. Cerrado nuevamente, se recomenzaba la jugada por otros jugadores, que procedían como los anteriores, siguiendo la corrida hasta que la noche envolvía en sus sombras la gigantesca y estrepitosa cabalgata que celebraba aquellos juegos de centauros en que el hombre y el bruto, por la naturaleza de la lucha, no formaban más que una pieza. Desgraciados, empero, los caminantes, los rebaños de ovejas y todo lo que se presentaba por delante de la feroz batida: todo rodaba a los pies de los caballos y los jinetes mismos quedaban muchas veces tendidos en medio de la extensa rastrillada por donde había cruzado el pato con la violencia del huracán. 

Mariano A. Pelliza 
“Letras” pág. 187-188 

lunes, 7 de octubre de 2019

La convalecencia (fragmento de “La lluvia”)

El que no ha sido convaleciente no sabe lo que es bueno, como el que no tiene callos no conoce las delicias de sacarse las botas. Yo no he tenido nunca callos ni botas, pero sé lo que digo por el testimonio de personas fidedignas y experimentadas. 
La convalecencia es una nueva vida que se comienza siendo grande. Una nace de la edad que tiene al salir de su enfermedad. 
¡Cómo se aspira la vida, cómo se siente uno vivir! Para el convaleciente la vida tiene sabor, perfume, música y calor; la vida es sólida; puede uno tocarla, sentirla, alimentarse con ella y absorberla en todo momento. 
La luz es más luz, el aire más puro, más fresco, más joven; la naturaleza es nueva, risueña, alegre, coqueta, sabrosa, encantadora. 
Los órganos que asimilan el alimento con incomparable rapidez, se apoderan de todo con la energía del hambre y la ambición de las necesidades imperiosas de la vida. 
¡Convalecer es una suprema delicia! 
Parece que la debilidad nos vuelve a la infancia y nuestros sentidos gozan con todo, hallando a cada cosa la novedad y el atractivo que los niños le encuentran. 
Ninguna mala pasión, ninguna de esas ideas insanas, que son el sustento de la sociedad, germina en la cabeza de un convaleciente; ¡él no quiere sino vivir, comer y descansar! 
Se levanta tan pronto como puede para tomar el día por la punta, vive con gusto su vida durante unas cuantas horas y se acuesta después para dormir con un sueño profundo, robusto, intenso, dormido de una pieza. 
Y luego las gentes son buenas, compasivas; las caras amables; hay sonrisas en todas las bocas para el convaleciente que se deja adular, regalar, felicitar y cuidar, sin inquietarse siquiera con la sospecha de que sus contemporáneos no esperan sino que se ponga fuerte para volver a agarrarlo por su cuenta y morderlo, despedazarlo y combatirlo, como se usa entre hombres que se quieren y que por eso viven en sociedad. 
En fin, yo estaba convaleciente, pálido, flaco, sin fuerza. 
¡Qué traza la que tenía! Me parecía que yo era mi propio abuelo; un abuelito chico, disminuido, como si me hubiera secado y acortado; era mi antepasado en pequeño, un antiguo concentrado que no había comido nada durante muchas generaciones; mi apetito era del tiempo de Sesostris y yo había estado en Jerusalén; la conciencia de mi persona se confundía con las más remotas tradiciones y no podía entender cómo pudo llegar hasta mí la noticia de mi existencia, siendo como era una momia mayor que sí misma y contemporánea de los mastodontes. 
La enfermedad había retirado en mi memoria las épocas, y yo tenía por sensaciones todas esas paradojas disparatadas. 
Conforme iba ganando en fuerza, los días eran más plácidos. Durante algunas horas me sentaba a recibir el sol que entraba en la pieza, y mi silla lo seguía en sus cambios de dirección hasta la tarde. 
Nunca he visto sol más amable, más abrigado ni más cariñoso. 
Verdad es que mi dicha se aumentaba con las delicias de una excepción legítima: no iba a la escuela y mis hermanos iban. No ir yo era por sí solo una bienaventuranza; que otros fueran era el colmo de la dicha. ¡Tan cierto es que nada abriga tanto como saber que otros tienen frío! 

Eduardo Wilde 
“Letras” pág. 169-171

jueves, 3 de octubre de 2019

Los horneros (fragmentos)

Era horrible aquel año la sequía:
un soplo abrasador
de la tierra argentina calcinaba
la fecunda y magnifica región.

Mugían en los campos los ganados,
ya trémula la voz,
y los pacientes bueyes escarbaban
la tierra estéril, sorda a su clamor.

Implacable, entre cárdenos vapores,
su fuego arroja el sol,
y en errantes columnas, lanza el viento
remolinos de polvo abrasador.

Ya no entonan alegres los horneros
su vibrante canción;
pasan mustios, callados, muchos días
a la sombra del árbol protector.

Ven, en sueños nidadas de polluelos,
y, en paterna ilusión,
sienten ya bajo el ala cariñosa
de sus hijos el grupo bullidor.

No padecen de sed, porque el rocío
que en la noche cayó,
entre las hojas del ombú, les brinda
refrescante y purísimo licor;

Ni víctimas del hambre desfallecen,
porque en toda estación
ya en el suelo aprisionan, ya en los aires,
las alas del insecto volador:

Están tristes y mudos los horneros,
no entonan su canción,
porque son arquitectos, y no hay barro
para hacer el palacio de su amor.

Rafael Obligado 
En“El Adulto” pp. 84-85

miércoles, 2 de octubre de 2019

Poder de la escritura

La escritura es la ampliación de la palabra; es la palabra misma triunfando del espacio y del tiempo. Con la escritura no hay distancias. Un hombre retirado en un rincón del mundo concibe una idea y hace unos signos en una hoja de papel. El hombre muere desconocido, y, sin embargo, la idea vuela por toda la redondez del globo, y se conserva intacta a través de la corriente de los siglos, entre las revoluciones de los imperios, entre las catástrofes en que se hunden los palacios de los monarcas, en que perecen las familias más ilustres, en que pueblos enteros son borrados de la faz de la tierra, en que pasan sin dejar memoria de si tantas cosas que parecen grandes. 
Y el pensamiento del mortal desconocido se conserva aún; el signo se perpetúa; los pedazos de la débil hoja se salvan, y en ella está el misterioso signo donde la mano del obscuro mortal envolvió su idea y la transmitió al mundo ¡Cuan grandes somos en medio de nuestra debilidad! 

Jaime Balmes
En“El hogar de todos” p. 135

Estudiantina rural

De harto leer hundida la retina,
el inflexible dómine de aldea
con paternal austeridad moldea
la vigorosa y ruda estudiantina.

Junta al rancho escolar, la tropa equina
que cabalgan los chicos, cabecea;
la monótona clase deletrea
cansadamente, hasta que el sol declina.

El golpe alegre de una campanada
despierta a los sonámbulos pollinos
y despide a la agreste muchachada,

que mascullando inútiles lecciones
se desparrama en todos los caminos
en parlera bandada de gorriones.

Altiva Herrera 
“Letras” pp. 173-174